Sus formas
¿Me convertiré en alguna de todas esas cosas?
La forma en que guardaba sus cosméticos en una canasta de mimbre que, un día, decidió adornar con una puntilla cursi que se puso amarilla y que jamás cambió. La forma en que fruncía el entrecejo para enhebrar la aguja y su insistencia en usar solo hilos de marca Tomasito. La forma en que remendaba las medias encajándolas en un mate de calabaza. Su extraño cariño distante —nunca me tocaba, nunca decía que me quería— pero hondo y suave como una caverna cubierta de musgo. La forma en que hacía que me sentara al borde de su cama y me peinaba para ir al colegio con un cepillo de falso carey. La forma en que diluía un pan de azul para blanquear la ropa en un fuentón de zinc y en que distribuía bolsitas de lavanda en los placares. La forma obsesiva en que lavaba las verduras y las frutas y, sin embargo, su falta de obsesión por casi todo lo demás. Su voz como un jarrón repleto de jazmines, como un vidrio claro. Su forma de caminar moviendo las caderas como si no fuera ella, como si fuera una mujer chorreando sexo. De recogerse el pelo con una peineta, cuando era joven y lo usaba largo. Su forma de levantar los ruedos, de lustrar los zapatos todos los días, de usar solo ropa interior de algodón, de cuidarse los pies, de correrse las cutículas, de perfumar la casa con cascarita de naranja y de hacerse trizas las manos trajinando con las estufas a querosén y de quejarse por tener que repetir siempre las mismas cosas sin que nadie le hiciera caso y de chasquear la lengua y reclamar, y sus prejuicios de siglo XIX y su pasividad y su estridencia, y sus insoportables nudillos golpeando sobre el asqueroso hule de la mesa del comedor de casa. Después del almuerzo lavaba los platos desbarrancándose por dentro, pensando cosas que no le decía a nadie. Me convertiré en alguna de todas esas cosas. ¿Me convertiré en alguna de todas esas cosas?
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