Draghi y la artillería
El BCE abre el paso a las políticas fiscales y de inversión pública
El Banco Central Europeo (BCE) aprobó ayer, pese a algunas resistencias internas, el que previsiblemente será el último paquete de medidas para estimular la economía de la zona euro, encabezado por su presidente Mario Draghi. Estas medidas abundan básicamente en los tipos de interés negativos, en la recuperación del programa de compra de deuda y en aumentar un poco el coste para los bancos por tener depositada su liquidez en el propio BCE. A partir de este momento, la política monetaria pasará a un segundo término y habrá de ser sustituida por la política fiscal y los programas de inversión pública de los Gobiernos.
Este penúltimo Consejo de Gobierno celebrado bajo la presidencia de Mario Draghi constituye también un resumen de su legado: servicio a todas las funciones encomendadas al banco, también las de apoyo al crecimiento económico, sin dejarse secuestrar por el monolitismo del control de la inflación; búsqueda del consenso pero determinación de actuar en caso de desacuerdo; capacidad de innovación y desarrollo de la política monetaria en forma de “paquetes” de medidas que se retroalimentan mutuamente (tipos de interés, barras de liquidez, compra de activos, política de comunicación). Y que han permitido añadir alrededor de dos puntos de crecimiento a la eurozona en los últimos cuatro años.
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Pero antes del crecimiento de la eurozona hubo que salvar su misma existencia. La Gran Recesión que dio origen a la crisis de la deuda y a una terrible crisis económica en dos fases (2008 y 2011) habría desembocado en una crisis existencial del euro y una probable depresión de no haber sido por la contundente claridad de Draghi al prometer en 2012 que haría “todo lo que convenga para salvar al euro”. Y lo hizo, con éxito. Para ello hubo que refundar la propia institución del BCE, heredera de los corsés restrictivos y el sesgo hacia la austeridad del Bundesbank alemán. El BCE de Draghi ha acabado erigiéndose en una de las principales instituciones europeas, la más federal en el sentido de que todas sus políticas se determinan en función del conjunto.
Ha sido una “increíble transformación”, en palabras del antiguo economista jefe del FMI, Olivier Blanchard. No se cometieron errores como en el anterior mandato cuando se subieron los tipos procíclicamente, agravando con carácter previo la recesión de 2008 y generando su repetición en 2011. Y después se desplegaron todas las políticas posibles, desde las convencionales, del manejo de los tipos de interés y la oferta de liquidez que evitase las restricciones de crédito, hasta las no convencionales, como la compra de bonos o el apoyo a los países vulnerables, que fue efectiva incluso sin ejecutarse.
Pero no fue un camino de rosas. Draghi tuvo que enfrentarse a los halcones internos —sobre todo alemanes y holandeses— que boicoteaban cada nueva medida expansiva. Incluso ante los tribunales. Las sentencias del Tribunal de Justicia sobre la compra de bonos o el apoyo a los países frágiles no solo dieron la razón a la mayoría encabezada por el banquero italiano, sino que ratificaron que esas políticas extraordinarias están disponibles para cuando su uso sea imprescindible.
La influencia de este refundador del BCE no se agota ahí: se vierte también hacia otras políticas de la Unión. Fue él el primero en reclamar públicamente, en la primavera de 2012, la creación de una Unión Bancaria, cuya supervisión fue encomendada al BCE. Y también quien —desde su discurso de 2014 en Jackson Hole— más insistentemente ha abogado por el uso de la política fiscal, en un sentido expansivo frente a la crisis, que no cargase el esfuerzo en solitario a la política monetaria. No por azar en esa defensa mostró su implicación, y la del banco, en el impulso al crecimiento y la lucha contra el desempleo.
Es de esperar que la densidad de las políticas asentadas, la capacitación del equipo técnico y la versatilidad de su sucesora, Christine Lagarde, faciliten la continuidad de este legado.
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