Johnson y los demás
Reino Unido, Italia y Alemania cierran el paso a quienes quieren destruir la UE
La derrota de Boris Johnson en el Parlamento británico se suma en Italia a la del líder de la Liga Norte, Matteo Salvini, y también a la ultraderechista Alternativa por Alemania en unas significativas elecciones regionales en el este del país, celebradas recientemente. Las dificultades para caracterizar bajo una denominación común estas tres fuerzas políticas no impide distinguir el inquietante aire de familia que las une, también reconocible en líderes y formaciones que han proliferado en la mayor parte de los países de la Unión Europea y en otras áreas geográficas, desde Rusia a Estados Unidos. Y aunque los reveses que han sufrido en el curso de los últimos meses no permiten concluir que estas fuerzas hayan alcanzado el techo electoral ni que se enfrenten a un reflujo después de varios años de imparable ascenso, tampoco cabe minimizar lo sucedido ni renunciar a extraer la principal lección: la destrucción del sistema democrático no es una fatalidad abatida sobre este tiempo, sino resultado de decisiones políticas equivocadas.
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Son estas decisiones las que han sabido evitar los partidos británicos, italianos y alemanes al cerrar el paso a programas políticos marcados por una explícita voluntad de destrucción, anteponiendo los valores democráticos y europeos. Por el momento, ni Johnson conseguirá el Brexit suicida que había prometido, ni Salvini conseguirá que Italia se pliegue dócilmente a sus designios autoritarios, ni Alternativa por Alemania tendrá ocasión de utilizar el poder como altavoz de su siniestra ideología. Los cálculos de todos estos líderes y fuerzas acerca de la debilidad de las instituciones democráticas se revelaron demasiado optimistas y sus herramientas políticas preferentes, como la manipulación, la propaganda y la apelación al nacionalismo, menos poderosos de lo que creyeron. Por más animadversión que hayan logrado concitar contra los Estados democráticos y sociales vigentes, la respuesta que no han podido ofrecer es con qué los sustituirían. No porque no la conozcan, sino porque su cobarde estrategia consiste en ocultar el rostro de la gorgona a la que rinden culto antes de que el triunfo de su programa político resulte irreversible.
Es mucho el tiempo que han perdido los partidos europeos comprometidos con la democracia confundiendo las concesiones a la agenda política de quienes quieren destruirla con resignados ejercicios de realismo, obligados por las urgencias electorales y acobardados por las banales acusaciones de buenismo. Así, no es que la inmigración sea un problema que exija de la Unión poner en cuarentena derechos que representan la última frontera entre la civilización y la barbarie, como el refugio, el asilo o el rescate de los náufragos; el problema, el verdadero problema, es que en la Unión y los países miembros existan partidos que pretenden acabar con esos derechos recurriendo a la excusa de la inmigración, y solo como punta de lanza para acabar con los de todos los europeos. Y claro que son muchos los extranjeros de países pobres que llegan ilegalmente a Europa sin ser refugiados ni asilados ni náufragos, pero una vez más corresponde a la Unión y a los partidos democráticos acertar en la respuesta, como acaba de suceder en Reino Unido, Italia y Alemania: o se persigue la contratación de trabajadores ilegales o, por el contrario, se persigue la contratación ilegal de trabajadores.
En el primer caso, Europa se condena a erigir muros, levantar censos y ordenar redadas, como quieren Johnson y los demás; en el segundo se compromete, simplemente, a exigir respeto al principio esencial que hizo de la Unión un proyecto de ilustración y de esperanza: no establecer diferencias entre nacionales y extranjeros para exigir el cumplimiento de la ley, pero tampoco para reconocer la dignidad, las libertades y los derechos. Su vigencia, hoy, sigue intacta.
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