Longeva
Ante tantos riesgos tan evidentes, a veces bajamos los brazos porque ya no sabemos cómo defendernos
El otro día, un amigo muy querido y muy diablo, cuyo nombre no voy a desvelar por haber sido tan mala persona, me envió una foto de mi cara pasada por el filtro, hiperrealista y tenebroso, del FaceApp. Vi a mi abuela Juanita y no solo me tranquilicé, sino que además entendí que mis familiares son unos fisonomistas muy buenos: “Cuánto te pareces a tu abuela Juanita”, “eres igual que tu abuela Juanita”. Me lo llevan diciendo desde los cuatro años y, como he contado en una novela que dediqué completamente a mi anatomía —estos temas me interesan—, a mí me costaba mucho reconocerme en una señora con papadita, boca apretada y pelo blanco. Como el futuro ya está aquí, ya no me cuesta nada. La foto envejecida casi les provoca a mis padres un infarto de miocardio. No debe de ser agradable ver a una hija menopáusica, que hace lo posible por conservarse como un melocotón en almíbar, con un aspecto tan desaseado y arqueológico. Estas tecnologías Dorian Gray combinadas con Los crímenes del museo de cera y los envejecimientos koyaanisqatsi del conde Drácula, que a mí toda la vida me han divertido y me han dado miedo en la misma proporción, son las que a mi familia le hacen desconfiar de las inteligencias artificiales. “Tanta investigación para estas chorradas”. Sin embargo, sabemos —no somos gilipollas— que los objetivos de estas aplicaciones no son solo lúdicos, y, a la desconfianza, se une la certeza respecto a los peligros de los códigos maliciosos —preciosa palabra—, la manipulación de datos personales, el espionaje a pequeña y gran escala, la mercadotecnia y la psicopolítica. Estos riesgos son tan evidentes que a veces bajamos los brazos porque ya no sabemos cómo defendernos. Esto nos sucedió, sobre todo, cuando descubrimos la existencia de grabadoras en los robots de cocina: sé que ya lo he comentado, pero es que aún no me he recuperado de la impresión.
Puede que ya me haya hecho a todo, pero la perversidad del FaceApp —que la tiene y mucha: es una perversidad ética y estética, política y metafísica— casi me parece inocua frente a la existencia de pruebas para evaluar nuestra posible longevidad y la proximidad de la fecha —inexorable— de nuestra muerte. El test de “sentarse y levantarse”, descrito en el suplemento Buena vida, fue ideado por el doctor Gil Araújo en Río de Janeiro; según este señor, mi capacidad para sentarme y levantarme del suelo sin ayudarme con manos ni brazos mide mi potencia muscular, y mi potencia muscular está relacionada con el día de mi muerte: si tengo entre 51 y 80 años y he necesitado ayuda tres veces o me he tambaleado seis, tengo una alta probabilidad de morir en un plazo de seis años. Así, sin paños calientes. El FaceApp me enfrenta a mi visión más arrugada y se entromete en mi vida para venderme cosas y, en el peor de los casos, suplantar mi identidad. Pero no importa: me ofrece una esperanza de futuro. La prueba del doctor Gil Araújo me fija un límite y quizá yo ya no pueda rebobinarme por mucho que, desde hoy, comience a llevar una ascética existencia abstemia, de fibra y repollos, con mancuernas y sin pastillas para dormir. El test de las sentadillas me roba la felicidad de comprobar que podría parecerme a mi abuela Juanita. Entre el susto y la muerte —chiste preferido—, creo que me voy a tirar por el balcón.