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IDEAS | CURSO DE VERANO
Columna
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El blues del verano

Una canción de 1958 de Eddie Cochran refleja esa rabia adolescente de verse atrapado en el mundo adulto

Camarera joven sirviendo en una terraza a una pareja.
Camarera joven sirviendo en una terraza a una pareja.Eva-Katalin (Getty Images)
Íñigo Domínguez

Suele ser en verano cuando tienes tu primer trabajo y se acaban los veranos. El día que empezabas, te decías: “Hala, a currar de aquí hasta que me muera”. La gente comenzaba a desaparecer, se iba a otros sitios. Te imaginabas a los demás bañándose o de fiesta. Ya se altera para siempre tu relación con la vida, sientes que se te escapa mientras trabajas, pero a partir de entonces si no tienes trabajo piensas que deberías estar trabajando. Ya solo tienen sentido las vacaciones, lo más parecido a ser rico que tiene la gente normal, probablemente la única fórmula válida.

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Es un camino que te transforma porque si bien al principio crees que la vida se acabó, muchos años después parece que se piensa eso mismo cuando uno se jubila. Los primeros trabajos juveniles —repartir propaganda, de camarero— eran para sacarte el carnet de conducir, comprar discos, un viaje, tenían un sentido preciso. Pero luego ya siempre es así, por nada en particular. Una canción de 1958 de Eddie Cochran, Summertime Blues, el blues del verano, refleja esa rabia adolescente de empezar a verse atrapado en el mundo adulto: habla de la deses­peración de un chico que tiene que trabajar todo el verano y no puede estar con su novia, pero es que si no tampoco tiene un duro, y durante la canción le echan broncas su padre, su jefe y hasta un parlamentario. Cochran ya advertía en el estribillo que no hay cura para este dilema vital.

Aunque todo esto era para madurar y hacerte un hombre, en cierto modo volvías al colegio. Una de las cosas más sorprendentes era ver cómo se evaporaba la naturalidad, que había un mundo paralelo, con relaciones de superioridad e inferioridad. Las personas ya no eran lo que eran, así sin más, cambiaba la manera de dirigirse a los demás: los clientes al empleado, el jefe al subordinado. Es en el trabajo cuando ves que la gente se toma realmente en serio. Notabas un componente de interpretación, nadie era como en su casa o en la calle. Esa dualidad del tipo que solo se pone su camiseta heavy en verano, como si fuera en realidad ése y no el que es el resto del año. La primera vez que veías a un amigo con corbata casi te daba algo, pero luego se asumía todo rápidamente. Había muchos deseando comprarse un coche, un piso, lo tenían clarísimo. El día del primer ingreso en tu cuenta sentías como si hubieras adquirido superpoderes, aunque luego no pasabas a actualizar la cartilla y te reñía el del banco. Qué pesados eran.

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Josep Pla describió bien esa distancia entre el que somos habitualmente y el que somos realmente, una distorsión que aflora en verano. Cuenta una excursión en la que es incapaz de hacer una hoguera y reflexiona (perdonen la extensión de la cita, pero así trabajo menos): “¡No sé encender un fuego! (…) Toda mi petulancia y mi infatuación, en casi todos los aspectos de la vida, ha chocado con este límite: comprobar que no he sabido encender un fuego entre unas piedras. Pienso: ¡si por lo menos tuvieses el valor y la discreción de acordarte toda tu vida! Pero cuando adivino que dentro de pocas horas, dentro de pocos momentos, volveré a hablar frívolamente, superficialmente, de lo que sea, que ya no me acordaré de que no he sabido encender lumbre, me inunda una especie de malestar y de congoja de mí mismo. Tal vez lo más estúpido de la vida es la tendencia permanente a olvidar nuestra propia nulidad, nuestra indescriptible, intrínseca memez”. Feliz regreso.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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