Discurso sin ilustraciones
Madrid se ha rebelado contra Martínez Almeida cuando ha tratado de arrebatarle sus privilegios recién adquiridos
Las protestas sobre Madrid Central, las movilizaciones ciudadanas para salvar el legado ecologista de la ciudad y el estilo con que ciertos partidos políticos han puesto sobre la mesa el desarrollo de la ciudad como si se tratara de un enemigo de la vida comunitaria parecen abrir más que nunca la necesidad de un debate respetuoso y serio sobre algunos principios básicos de urbanismo en nuestras ciudades. Se trata de un enfrentamiento que siempre se ha producido desde mediados del siglo XX: optar por una planificación urbana de carácter humanista aunque sea a coste de ciertas restricciones o seguir creyendo en el paradigma de un desarrollo económico que siente amenazada su “libertad” solo porque no puede imponerse sobre las libertades de los otros (suele ocurrir, la libertad solo se piensa en términos privados).
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Una de las distinciones importantes que hay que hacer para hablar de urbanismo es la de espacio y lugar. En términos generales, los seres humanos nos movemos en un espacio, pero vivimos en un lugar. El urbanismo moderno —desde el barón Haussmann y su reforma de París en el siglo XIX hasta el Robert Moses de las grandes avenidas neoyorquinas del XX— ha favorecido siempre el espacio por encima del lugar con la intención básica de que la ciudad fuera transitable.
Al tratar de mejorar el tránsito, y sobre todo con la introducción generalizada del transporte a motor tras la II Guerra Mundial, la utopía de esas ciudades transitables provocó un giro letal: el diseño urbano perdió su escala humana. O, por utilizar las palabras de Jane Jacobs —una de las mayores visionarias del urbanismo contemporáneo—, “las ciudades dejaron de pensarse para los seres humanos y empezaron a pensarse para los coches”. Un error tal vez inevitable, pero que tuvo una consecuencia nefasta: con el tiempo y la ampliación del parque automovilístico las ciudades se hicieron invivibles.
El diseño urbano perdió su escala humana. ¿Hemos vendido el alma ciudadana a cambio de la “movilidad”, que ni siquiera es eficiente?
Jane Jacobs, en su Vida y muerte de las grandes ciudades (1961) —un clásico que no ha perdido ni un ápice de su vigencia, lectura vacacional recomendada para alcaldes—, hace una apreciación iluminadora: cuanto más rápidamente nos movemos, menos conscientes somos de las particularidades del medio. La velocidad con la que nos hemos acostumbrado a desplazarnos y la ansiedad por llegar cuanto antes de un lugar a otro han generado patologías. El deseo de no sufrir contacto en público o el pánico a quedarnos atrapados en un atasco son sensaciones que damos por descontadas como naturales, pero que en realidad no son más que perversiones históricas de nuestra sensibilidad relacionadas con la movilidad como fijación y con una idea deshumanizada del urbanismo. La pregunta clave de Jacobs era: ¿no estaremos perdiendo más de lo que ya hemos ganado? ¿Hemos vendido el alma de nuestra ciudad por un plato de lentejas llamado “movilidad”, que, al final, ni siquiera es eficiente?
Uno de los legados más importantes de Jacobs es el de que el buen urbanista siempre tiene un “ojo en la calle”. Las ciudades tienen una sabiduría y una “vigilancia natural” a la que hay que atender. A las ciudades —que están compuestas esencialmente por elementos disímiles y que, por tanto, generan relaciones complejas y cambiantes— no se les puede imponer lógicas opuestas a sus instintos, porque se rebelan contra sus mandatarios. Del mismo modo que Nueva York se rebeló en los años cincuenta contra Robert Moses cuando intentó acabar con Greenwich Village y Washington Square para hacer una ampliación innecesaria de la Quinta Avenida, Madrid se ha rebelado contra Martínez Almeida cuando ha tratado de arrebatarle sus privilegios recién adquiridos.
No se me ocurre mejor vara de medir que el hecho de que la gente ni siquiera se arredrara a salir a la calle en masa este pasado 29 de junio en plena ola de calor. La sucesión implacable de novedades a veces hace que se nos pase por alto la cualidad extraordinaria de algunos episodios protagonizados por nosotros mismos, y el verano parece diluirlo todo. No debería ser así. La receta que Jane Jacobs planteó a finales de los años cincuenta para Nueva York sigue siendo hoy extraordinariamente vigente para el Madrid de 2019: espacios comunales, disminución de tránsito vehicular, preservación del patrimonio histórico, medios de transporte alternativos, economías locales, reciclaje.
Nada nuevo, pero todo pendiente. Curiosamente, esa cohesión de la comunidad acabará provocando —como ya han demostrado, siguiendo los presupuestos de Jacobs, Donald Appleyard o Todd Litman en ciudades tan capitales y complejas como San Francisco— justo lo contrario de lo que se le achaca: en vez de paralizar el desarrollo, se convertirá en su motor principal. El libro de Jacobs se cierra con un consejo maravilloso que no puede ser más actual: “Este libro carece de ilustraciones. Las escenas que lo ilustran están a nuestro alrededor. Mirad, por favor, con detenimiento las ciudades reales. Y mientras miráis también podríais escuchar. Quedaos un rato y pensad en lo que veis”. Nada que añadir.
Andrés Barba es escritor.
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