El anti-Sánchez
En Ciudadanos odian al socialista no por errores pasados sino por lo que dicen que va a hacer mal, sin poder saberlo
A fines de septiembre del año 2008 recibí una carta personal de Albert Rivera, entonces un joven abogado catalán que se iniciaba en la política y había cobrado notoriedad por su full monty electoral, tapándose el desnudo integral con las manos cruzadas sobre sus partes pudendas. La carta era elocuente, amable y determinada; el político se hacía eco de un artículo mío publicado el 13 de septiembre de ese año en el diario Libération, donde cuatro escritores europeos nos turnamos semanalmente durante casi dos años mandando una carta desde la capital en donde vivíamos. Mi Lettre de Madridde aquel mes había tratado de una contienda que, lejos de calmarse, ha ido creciendo, con estrategias y armas de mayor calibre: la guerra de las lenguas (título del artículo).
Rivera, catalán bilingüe y no nacionalista, agradecía la ecuanimidad no belicosa de mi texto, que comentaba un reciente manifiesto de corte progresista en el que, reconociendo la legitimidad y el gran aporte cultural de las lenguas minoritarias del Estado, se preconizaba el uso y la enseñanza de una lengua común a todos los españoles. Varios de los intelectuales firmantes de ese manifiesto, sobradamente conocidos, habían estado vinculados al nacimiento de lo que se llamaba Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía. Rivera me cayó simpático, una predisposición somática que precede al hecho de que un partido o una plataforma nos induzca a votarles.
En un momento difícil en nuestro país, los elegidos en las urnas anteponen su visceralidad a su templanza
En algún momento de los más de diez años transcurridos desde aquella carta, amigos míos de mi propia ideología, que no es la liberal, me reprendieron con rotundidad comedida (sin escrache, para entendernos) por dos motivos: sostener en conversaciones de sobremesa que Ciudadanos me caía bien en su travesía del desierto, y confesar que yo, que no soy de su cuerda, podría un día votarles en función de las circunscripciones y de sus personas políticas; por ejemplo, la del propio Rivera o la de Inés Arrimadas, que pronunció en el Parlament el discurso más valiente y más inteligente, además de veraz, de todo lo que se dijo en aquellas aciagas jornadas de octubre de 2017.
El día en que podría votarles no ha llegado, y ahora la situación es muy distinta, como todos sabemos. Ciudadanos creció, brotaron otros partidos nuevos, a derecha e izquierda, y me alegró de manera vicaria que en la pasada tanda de elecciones al menos cinco electos de partidos distintos, dos diputado a Cortes, dos autonómicos y un edil por Madrid, fuesen amigos míos, tan queridos y admirados como algunos independentistas catalanes radicales a los que jamás votaría pero no he dejado de querer en lo que antes se llamaba el fuero interno.
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Mi alegría interpartidista quedó casi inmediatamente nublada, ya que pronto empezamos a oír los anatemas de Rivera y la plana mayor de Ciudadanos tildando a Pedro Sánchez poco menos que de organismo infeccioso y letal para la salud pública de los españoles. Tan graves eran los peligros vaticinados que estuve pensando ir a un alergólogo, por si acaso el mero hecho de haber yo depositado mi papeleta del mes de mayo con el nombre impreso de Sánchez pudiera acarrearme males cutáneos incurables. Hubo, como alivio, una cierta disidencia interna en el partido anatematizador, pero para mi gran decepción Arrimadas no estaba entre los disidentes; también ella veía inminente el estallido de una plaga sanchista para la que el único remedio preventivo era formar diques de contención, aunque en sus materiales de mampostería se diera cabida a la antigua argamasa del odio sexual, racial y social.
Ciudadanos prometía, eso sí, para tranquilizar a sus votantes progresistas, que los tiene (o podría tener), guardar una distancia profiláctica. Se hacen los protocolos contra “el síndrome de Sánchez” pero sin tocarse. Los facultativos designados por la Beneficencia del Estado (Pabellón D alta y d baja) se observan, se hablan por señas o móvil, quizá llegan a parlamentar en algún pasillo poco iluminado, sin taquígrafos por supuesto, y ya está. La cosa se presenta fácil. Pero hete aquí que los albañiles novatos se rebelan contra ese apartheid. Nada de cordón virtual. Ellos quieren verse las caras. Darse la mano. Obtener cargos. Al fin y al cabo los apestados son los Otros, ¿no habíamos quedado en eso?
Rivera y su partido insisten. Los pactos que al menos durante cuatro años van a marcar el destino o la vida diaria de millones de ciudadanos se acuerdan pero no se substancian, ni con mesa redonda ni con un almuerzo; un café, seguramente cortado, es lo máximo, presencialmente hablando, que Ciudadanos está dispuesto a concederles a los de la vieja argamasa. El secreto impera. Y a Sánchez nada, como es lógico: la entrada en La Moncloa llevando mascarilla blanca de estilo turista japonés y guantes protectores no es una imagen favorecedora en la tele.
Rivera insiste: los pactos que van a marcar a millones de españoles se acuerdan, pero no se substancian
A todo esto, Inés Arrimadas, que nunca escurre el bulto, fue a la manifestación del Orgullo sin máscara ni guantes y la abuchearon. No es la primera vez que la insultan y tratan de expulsarla como persona non grata. Ella y otras personas que considero gratísimas saben cómo lidiar con esas situaciones tan deplorables, pero resulta extraño que una mujer de su sagacidad se escandalice tanto de que unos manifestantes, ancianos gais, lesbianas jóvenes o ministros fuera de servicio, no la aceptaran en su manifestación reivindicativa, que es un acto político de signo muy claro y determinante; no la querían a su lado porque ella y su partido son, mientras los hechos no demuestren lo contrario, aliados de quienes desearían que las victorias igualitarias volvieran a ser derrotadas en las guerras civiles de la actualidad. También dicen, ella y Rivera y otros gerifaltes de su partido, que vieron mucho odio en el paseo de Recoletos.
Para odios los que se han visto en los últimos tiempos. Odiar se ha puesto barato, no solo en Waterloo y campos bélicos más cercanos. En un momento grave en Europa y muy difícil en nuestro país, los elegidos en las urnas de mayo y junio anteponen su visceralidad a su templanza. No quieren sacrificar su orgullo de patriotas, sin entender que con menos orgullo y más patriotismo de progreso nuestras sociedades seguramente avanzaran mejor.
“Solo nos importan las personas”. Ese era el lema que hace muchos años acompañaba el desnudo tapado del joven abogado Rivera. Un buen eslogan, que encaja difícilmente en el espíritu de un partido que ahora elige sus antagonías de un modo insolidario, regresivo y puramente calculador. En la universidad de mi tiempo leíamos el Anti-Dühring de Engels para entender, no siempre con éxito, el marxismo, después El antiedipo de Deleuze y Guattari para ser freudianos, y algunos más osados se hacían el Anticristo. Hubo una época anti, anti casi todo, que algunos recordamos con cierta nostalgia, pese a sus peajes. Hoy se estila el anticuerpo. Y por eso un partido que nos parecía fresco y sano se ha hecho anti-Sánchez. Y no por los errores cometidos por el presidente en funciones, que sin duda los hay pero no en cantidad, aunque solo sea por falta de tiempo. Le odian por lo que dicen que va a hacer mal, sin poder saberlo, y le aíslan para que no gobierne, aun sabiendo que los que gobiernen en su lugar no quieren nuestro bien, que en este caso sí agradece la reiteración: el bien de todas y todos.
Vicente Molina Foix es escritor.
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