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¿En serio nunca hiciste tú algo parecido a lo que hizo Anna Allen?

El monólogo que la actriz caída en desgracia ejecuta en la tercera tempora de 'Paquita Salas' es importante no solo para ella, sino para una sociedad que decidió lapidarla al ver reflejado en ella algo que todos hacemos casi a diario

La actriz Anna Allen, durante la secuencia de su monólogo en uno de los episodios de la tercera temporada de 'Paquita Salas'.
La actriz Anna Allen, durante la secuencia de su monólogo en uno de los episodios de la tercera temporada de 'Paquita Salas'.Netflix
Guillermo Alonso

Esto no es exactamente un spoiler: que Anna Allen es el gran cameo de la tercera temporada de Paquita Salas (estrenada el 28 de junio en Netflix) ya se anunció en webs especializadas en televisión y sociedad el pasado abril. Lo siguiente solo lo es a medias, así que se puede seguir leyendo de forma prudencial: en su aparición, la actriz hace un monólogo en el que, en un retruécano de espejos en el que ella no es exactamente ella pero interpreta a un personaje que ha hecho lo mismo que hizo ella, pide perdón mirando a cámara, sus ojos bañados en lágrimas.

El de Anna Allen fue un caso lacerante de la masa contra un objetivo fácil: una actriz no demasiado conocida. En España hemos visto a nobles inventarse títulos, a niños pijos de la jet set  inventarse que estudiaban en Eton, a políticos inventarse másters y a deportistas engañar a la Hacienda Pública. Jamás el tono y la agresividad en la cobertura mediática han sido como el de Anna

Le guste a uno o no Paquita Salas, compre o no compre uno la fórmula cómico-tierna de sus creadores Javier Calvo y Javier Ambrossi, el momento es impactante solamente por volver a ver a la que fue la mujer más buscada de España. La historia la conoce cualquiera que no se hubiese pasado 2015 encerrado en una cámara de plutonio: Anna Allen era un poco conocida gracias a sus trabajos en televisión (Cuéntame, Acusados, Homicidios y –por seguir con el juego de Paquita Salas– unos cuantos Pasapalabra). Pero quería ser mucho más famosa, una ambición lícita y comprensible para alguien que pretende vivir de la interpretación. La forma en que lo consiguió es ejemplo perfecto de esos caminos insondables de la fama, que pasa a ser infamia de la noche a la mañana, y sublima la vieja advertencia de “cuidado con lo que deseas”.

Tras descubrirse en 2015 las mentiras de la actriz, que utilizando torpes montajes de Photoshop afirmaba estar en series como The Big Bang Theory, White Collar o Versailles, estar trabajando con el agente de Ben Affleck y que llegó a dar una entrevista a ¡Hola! para hablar de su asistencia a los Oscar de ese año, Allen fue noticia durante semanas. En España y fuera. Desde editoriales, tribunas y programas de televisión nos burlamos de su búsqueda de prestigio y de los modos que usó para conseguirlo. Anna tenía 32 años. Su carrera estaba acabada. 

Anna Allen en el estreno en Madrid de la película 'Tres60' en 2013.
Anna Allen en el estreno en Madrid de la película 'Tres60' en 2013.Cordon Press

Lo llamativo del caso Allen no era que hubiese mentido, sino que nadie lo hubiese visto antes. ¿Es una mentira realmente una mentira si nadie se ha molestado en creérsela? Las ediciones de Photoshop de sus redes sociales eran absolutamente inverosímiles y, cuando un día publicó "una entrevista" que le habían hecho en la revista “Entertainment” (que, con ese único nombre, no existe en Estados Unidos), resultó ser una especie de montaje de Paint escrito en un inglés chiripitifláutico. Nadie levantó la liebre, tal vez porque nadie estaba mirando. La mentira de Anna Allen solo fue una mentira de verdad cuando alguien la señaló y se rio de ella. Entonces, el resto empezamos a reírnos también.

Lo que llevó el caso Anna Allen hasta la estratosfera informativa no fue en absoluto su gravedad: nadie salió herido. La clave fue la proyección: atribuir a otros faltas que nos resultan inaceptables en nosotros mismos

Lo de Anna Allen fue un caso lacerante de la masa cebándose con un objetivo fácil: una mujer actriz y no demasiado conocida. Porque en España hemos visto a nobles inventarse títulos, a niños pijos de la jet set madrileña inventarse que estudiaron en Eton, a políticos inventarse másteres y a deportistas engañar a la Hacienda Pública. Y jamás el tono y la agresividad en la cobertura mediática de aquellos casos han sido comparable al de esta chica que, antes de descubrirse el pastel, no importaba a nadie más allá de los seguidores de las series en las que aparecía (o de críticos teatrales que ensalzaron, por ejemplo, su interpretación de Antígona en Mérida en 2011).

Compañeros de profesión dijeron de ella que "está zumbada". Se publicaron entrevistas con su excasera, se habló sobre su vida privada (que jamás había interesado) y se rebuscó en su pasado para sacar a la luz oscuros episodios. Para establecer una comparativa con otro ídolo que había sido descubierto haciendo algo mucho peor, he aquí lo que ocurrió cuando Cristiano Ronaldo salió de la Audiencia Provincial de Madrid tras reconocer cuatro delitos fiscales por defraudar casi 15 millones de euros el pasado enero: firmó autógrafos y camisetas. Pero Anna Allen tuvo que cambiar de número de teléfono y desaparecer para siempre. La única oferta de trabajo que, según algunos medios, se le intentó hacer llegar fue participar en Supervivientes.

Hasta ahora. Su regreso en Paquita Salas se antoja la forma más lógica de dar de nuevo la cara: en una serie que en clave de comedia aborda los demonios, los sinsabores y la desesperanza que hay en la profesión de intérprete, en la que un hombre de 30 años da vida a una señora de 60 y en la que un personaje secundario hizo exactamente lo mismo que Anna. Una serie que si ha ganado un seguimiento tan fiel es porque habla, sobre todas las cosas, de la humanidad y del miedo que hay detrás de toda gran mentira, sea delante o detrás de la cámara. Parece hecha para ella.

Trailer de la tercera temporada de 'Paquita Salas', disponible en Netflix.

Mirando directamente a la cara del mismo espectador que se rio de ella, Anna Allen entona el mejor tipo de disculpa que hay: directa y sencilla. “Vamos a dar la cara”, comienza. Y prosigue: “Todo era mentira: las ofertas del trabajo en el extranjero, los guiones en los que trabajé […] Supongo que todos creemos lo que queremos creer […] Así que dime, ¿qué hago ahora? ¿Qué harías tú en mi lugar?”. Ese "tú", esa apelación directa a nosotros, es clave en el discurso porque lo que llevó el caso Anna Allen hasta la estratosfera informativa no fue en absoluto su gravedad: nadie salió herido. La clave es la proyección: atribuir a otros faltas que nos resultan inaceptables en nosotros mismos. Nosotros, los de a pie, no nos podemos ver reflejados –por seguir con la misma comparativa– en Cristiano Ronaldo porque no tenemos millones de dólares que dejar de declarar. ¿Pero mentir para reflejar algo que no somos? ¿Inventarnos partes de nuestra vida porque nos acercan a lo que soñamos de nosotros mismos? Eso lo hacemos a diario.

Algunos datos. El 60% de la gente no aguanta más de 10 minutos sin decir una mentira, según un estudio de la Universidad de Massachusetts. Y según uno de la Universidad de Toronto, el 90% de los niños de cuatro años ya saben qué es una mentira y lo llevan a la práctica. A veces mentimos por asuntos estúpidos que no van a cambiar en nada nuestra vida, pero dan una idea sobre nosotros que nos resulta mucho más apetecible que la realidad. Esta es buena: en 2011 una empresa británica de alquiler de vídeo descubrió que el 30% de sus encuestados había mentido a la hora de decir que habían visto El Padrino.

¿Cómo no comprender que una actriz, una profesión tan dependiente de las emociones y el amor propio, mienta sobre su currículum para intentar atrapar más miradas? Juzgarla es juzgarnos a nosotros mismos. Tal vez deberíamos juzgar en su lugar a una industria que empieza a pedir a sus intérpretes más followers que talento (una situación que han denunciado profesionales como Inma Cuesta, María Adánez o Aitor Luna). Simular plenitud, éxito y poderío económico para intentar proyectar la imagen que deseaba de sí misma, intentar atraer a la felicidad a base de imitarla, es lo que hizo Anna Allen en su cuenta de Instagram en 2014 y lo que hice yo en la mía el sábado pasado. A ella, simplemente, se le fue de las manos.

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Sobre la firma

Guillermo Alonso
Editor web de ICON. Ha trabajado en Vanity Fair y Telecinco. Ha publicado las novelas ‘Vivan los hombres cabales’ y ‘Muestras privadas de afecto’, el libro de relatos ‘La lengua entre los dientes’ y el ensayo ‘Michael Jackson. Música de luz, vida de sombras’. Su podcast ‘Arsénico Caviar’ ganó el Ondas Global del Podcast 2023 a mejor conversacional.

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