Cómo educar a tu hijo en inteligencia emocional
Es considerada como una de las competencias más importantes que este siglo exigirá a los niños y adolescentes
Mucho se habla de inteligencia emocional, pero ¿sabemos realmente qué es? ¿para qué sirve? ¿se puede entrenar o es una característica genética?
Históricamente, cuando se habla de inteligencia siempre pensamos en la parte cognitiva, es decir, aquellas aptitudes que asociamos a lo académico, sin pensar que las emociones y su gestión son parte esencial de esta.
El constructo “inteligencia” está compuesto por la inteligencia cognitiva que incluye variables tales como la memoria, el razonamiento fluido, la capacidad verbal, etcétera… y que es más conocida con cociente intelectual y la inteligencia emocional, cuyo cociente ya podemos también medir hoy.
Actualmente, la inteligencia emocional es considerada como una de las competencias más importantes que el siglo próximo exigirá a nuestros hijos, y gracias a la neurodidáctica también sabemos que, por ejemplo, sin emoción no se produce aprendizaje o que una inadecuada gestión emocional puede inhibir o bloquear la eficiencia de la cognitiva.
Esto se traduce en que un niño con un cociente intelectual medio, pero con una gran inteligencia emocional, tendrá un mejor rendimiento académico. Y, además, mayores probabilidades de éxito en todos los ámbitos que un niño con un cociente intelectual muy alto. Por el contrario, una inteligencia emocional pobre o escasa, su rendimiento se verá afectado así como sus relaciones, vida social, percepción de felicidad y satisfacción, tolerancia a la frustración, flexibilidad…
Por otra parte, cada vez más estudios relacionan y en muchos casos ya han probado la relación entre una mala gestión emocional y la aparición y/o agravamiento de algunas enfermedades, entre ellas el cáncer, casi todas las enfermedades de la piel, el asma, las cardiovasculares…
En psicología hablamos de personalidad Tipo A, B y C, siendo la A la cardiovulnerable, la B la normo-saludable y la C, la Cáncer-vulnerable. Cada una de ellas responden a una manera saludable o no de gestionar las emociones y por lo tanto una vulnerabilidad a desarrollar las patologías asociadas.
También sabemos que hay diferencias y matices de género en el desarrollo de este tipo de inteligencia: Las niñas han sido endoculturadas en el aprendizaje y gestión de las emociones, las cuales se han asociado históricamente al género femenino y son percibidas como síntoma de debilidad, mientras que al varón se le ha negado la entrada a este universo, cuestionándole su masculinidad si expresaba públicamente lo que sentía.
No sabemos aún que porcentaje de la inteligencia total (cognitiva y emocional) viene determinado genéticamente y cual es producto de la estimulación ambiental. El eterno dilema en psicología “genética versus ambiente”. Lo que sí sabemos es que por mucho potencial que venga de “serie”, si no se trabaja, se pierde. El cerebro es un órgano increíblemente plástico, que necesita entrenamiento constante para incrementar (o no perder) su potencial. De forma que da un poco igual si viene de serie o no. La cuestión es que, aunque el niño o niña tenga un carácter receptivo, sensible, empático, negociador… si estas características no se dan en el contexto familiar donde crece y se educa, no llegará a desarrollarlas. De la misma manera, un niño o niña que traiga de “serie” tendencia a la rigidez, al egoísmo, a la torpeza emocional en general, si es educado en un entorno que da más importancia a las competencias emocionales y las educa con el ejemplo cotidiano y constante, llegará a ser mucho más hábil que aquel que venía con una mejor base “de serie”.
Al final, la educación, el estilo de crianza, es la variable más influyente en el éxito o fracaso vital de una persona (en psicología nunca podemos hablar de determinismos, puesto que existe la resiliencia).
Las emociones son imprescindibles, sin ellas, no habríamos sobrevivido como especie. Pero de su gestión adecuada depende muchas veces la diferencia entre felicidad e infelicidad, salud o enfermedad, éxito o fracaso.
No hay decisiones tomadas con la razón y otras con el corazón, esta dicotomía no existe, porque como dice mi hijo mayor, ¿por qué meten al corazón en todo esto si solo es un órgano que bombea sangre? ¡¡¡Todo está en el cerebro!!!
Ahora bien, aunque creamos que somos capaces de tomar decisiones racionales, no es cierto. Todas las decisiones parten y pasan por la emoción. Otra cosa es que no seamos conscientes de ello o que hayamos perfeccionado hasta límites patológicos el mecanismo de defensa de racionalizarlo todo.
Hemos sido educados en una dicotomía falsa que enfrentaba a la “razón (la buena del cuento) y la emoción (la loca del cuento)”. Esta categorización que coloca los términos en lugares enfrentados e irreconciliables, es solo un recurso literario, en el mejor de los casos. Primero porque todo reside en zonas conectadas del mismo órgano, el cerebro. Segundo porque no existen procesos puros, es decir, que se originen, procesen y pasen al nivel de conciencia sin la intervención de otros. Cada una de nuestras decisiones han pasado por el filtro de las experiencias previas, de los introyectos (aprendizajes tempranos interiorizados), por el filtro de emociones tales como el miedo, las necesidades del ego (reconocimiento, validación, necesidad de ser queridos) y por si fueran pocos filtros todavía queda uno, probablemente el más importante: lo inconsciente. Todo aquello que nos habita, pero es inaccesible a nivel de consciencia.
Con todo este circo de variables que condicionan nuestras decisiones es infantil pensar que la razón pueda ir por libre, en ningún caso.
La cuestión es que los padres, generalmente hacemos mucho hincapié en los aspectos relacionados con lo académico, especialmente en los resultados más que en el proceso ya que somos altamente dependientes de una cultura que asocia el éxito o el fracaso a los resultados y no al proceso y que está convencida de que una gran inteligencia académica es garantía de éxito. Pero ese paradigma empieza a cambiar al comprobar que una sociedad que produce individuos altamente formados y cualificados, solo tiene como elemento diferenciador su nivel de inteligencia emocional: cómo nos relacionamos, cómo gestionamos los conflictos, nuestro nivel de autoconocimiento, de flexibilidad…).
Este cambio de paradigma rompe también con el esquema de asociar las emociones con debilidad y por ello, hacerlas a un lado, para recuperarlas como algo que es a la vez básico y superior en la especie humana y que guía nuestra conducta.
La buena noticia es que la inteligencia emocional es educable. Y es muy importante entender que no se trata de reprimir las emociones, ni de anularlas o distraerlas: se trata de canalizarlas para hacer que se vuelvan en beneficio propio o al menos, sean adaptativas. En psicología no solemos usar el término “bueno o malo” (juicios de valor que no son nuestra competencia) sino “eficaz o ineficaz” desde el punto de vista de adaptación y salud mental. El propio Daniel Goleman defiende que el autocontrol emocional no es equivalente a la represión de los sentimientos.
Este autor planteó que son cinco las aptitudes que componen la inteligencia emocional:
- Autoconocimiento emocional
- Autorregulación emocional
- Automotivación
- Empatía
- Habilidades sociales
Todas y cada una de ellas son educables y se pueden desarrollar para alcanzar los niveles óptimos a los que cada niño y niña pueda llegar.
De hecho, educar estas aptitudes debería ser la meta y el camino a la hora de criar a nuestros hijos. Lo demás, se puede consultar en Google.
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