La huida de la ciudad sin nombre
Algunas urbes han decidido tomarse a sus habitantes en serio, otras avanzan hacia la anarquía, hacia un pasado anterior a las aceras
Uno de los grandes temas del cine del Oeste es la llegada de la civilización. Dos buenos filmes estrenados recientemente, Los hermanos Sisters, de Jacques Audiard, en las salas de cine, y Deadwood: La película, de Daniel Minahan, en HBO, están ambientados precisamente en ese momento. Los cuartos de baño, las calles iluminadas de una naciente San Francisco, la llegada del tren y, peor aún, del teléfono son los indicios de un mundo que se acaba, en el que los viejos habitantes del salvaje Oeste no van a tener lugar y ellos mismos lo saben mejor que nadie. Ninguna película ha tratado ese asunto con tanta gracia, y a la vez con tanta profundidad, como La leyenda de la ciudad sin nombre, de Joshua Logan.
Se trata de un musical en el que cantan (y no lo hacen mal) Lee Marvin y Clint Eastwood, ambos casados con Jean Seberg, que viven en una ciudad de mineros donde reina el caos y la ley de la selva, pero que, de alguna forma misteriosa, se organiza y prospera. Pero, al final del filme (atención, spoiler, aunque la película se estrenó hace 50 años), llega la civilización y los antiguos mineros deciden irse. Lee Marvin explica su partida diciendo que dentro de poco en la ciudad habrá aceras, casas blancas, escuelas, museos, Ayuntamiento, y que él no tiene lugar ahí. “Soy un exciudadano de ninguna parte y siento añoranza de mi hogar”, exclama Marvin en la frase más famosa del largometraje, que acaba con la imagen de la nueva caravana de mineros avanzando hacia nuevas tierras salvajes.
Es obvio que las ciudades necesitan normas y regulaciones para avanzar y permitir la convivencia y que sin ellas solo los indómitos mineros pueden sentirse a gusto. Ahora ya no son los buscadores de oro los que dejan los centros de las grandes urbes, sino sus antiguos habitantes: la clase media, las familias que ya no pueden pagar los alquileres, que necesitan tiendas normales para comprar, que no soportan más vecinos flotantes gentileza de Airbnb, ni quieren seguir lidiando con los atascos, la contaminación o el ruido nocturno. Algunas, como Berlín, han decidido tomarse a sus habitantes en serio y han regulado de forma rotunda los alquileres, congelándolos durante cinco años. Otras avanzan hacia la anarquía, hacia un pasado anterior a las aceras, las casas blancas, los museos...
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