¿Debe un político confesar que consumió cocaína?
Las declaraciones de Michael Gove, ministro británico de Medio Ambiente, que admitió haberse drogado, agitan el debate sobre la hipocresía y sobre el equilibrio entre vida privada y pública
Es probable que Michael Gove caiga antes por traidor que por cocainómano. La confesión del candidato a liderar el Partido Conservador del Reino Unido de que hace 20 años, en sus turbulentos tiempos como editor y columnista del diario The Times, esnifó más de una raya ha tenido el efecto contrario al que pretendía el político. Un acto de contrición fallido se ha convertido en un ajuste de cuentas pendiente y en la revelación descarnada del juego de hipocresía con el que el establishment británico aborda la tragedia de las drogas.
Ajuste de cuentas, porque la ambición del deslumbrante Gove, que lo mismo le ha llevado a proclamar su admiración por el ímpetu bélico de Tony Blair en Irak que a defender con una oratoria brillante el plan del Brexit de Theresa May mientras conspiraba contra ella a sus espaldas, ha minado cualquier resto de confianza que pudieran tener en él sus correligionarios conservadores. Y porque en la memoria de todos ellos ha quedado la puñalada en la espalda que le dio a su amigo Boris Johnson en 2016, cuando en el último minuto renunció a dirigir su campaña para suceder al ex primer ministro David Cameron y cuestionó públicamente sus capacidades.
Los políticos reconocen que han consumido drogas conscientes de que, si todos pecan, nadie es pecador
Gove no caerá por sus incursiones recreacionales en el mundo de la droga. Apenas 2 de los 10 candidatos con los que arrancó la carrera por el liderazgo tory han podido afirmar abiertamente que nunca han tenido un pecado de juventud. El resto, en una maniobra preventiva, se ha apresurado a confesar con arrepentimiento deslices que despiertan ternura o carcajadas: de los inevitables porros universitarios al opio inhalado por Rory Stewart en una boda iraní o al cannabis embotellado de Jeremy Hunt durante un viaje por la India.
Pero Gove ha sido el cordero sacrificial a través del que se han denunciado los años inútiles e ineficaces de una “guerra contra las drogas”, abrazada por conservadores y laboristas, que ha dejado un rastro de dolor entre las clases más desfavorecidas mientras quedaban indemnes los creadores de la epidemia. Y su caso ha puesto sobre la mesa el doble rasero de los políticos. “Yo estoy obligada a seguir un código de conducta extremadamente rígido. Si reconociera públicamente que he consumido drogas duras, no solo perdería mi empleo, sino que sería inmediatamente eliminada en el registro de mi profesión”, dijo hace unos días en el programa de debate político de la BBC Question Time una mujer entre el público que se presentó como enfermera. “Los diputados tienen un código de conducta que es una auténtica basura si se compara con el de las enfermeras”. Había dado en la llaga. El código de los miembros de la Cámara de los Comunes, aprobado en 1995, les exige un sometimiento estricto a los principios de integridad, objetividad, responsabilidad, honestidad y liderazgo público, pero matiza convenientemente que “no persigue regular lo que los diputados hagan en sus vidas personales y privadas”. A las enfermeras, como a los profesores, se les pide integridad hasta de pensamiento.
Cuando Gove estaba al frente del Ministerio de Educación, bajo el mandato del conservador Cameron, se endurecieron las normas hasta el extremo de prohibir ejercer su profesión de por vida a aquellos docentes que hubieran sido condenados por consumo de drogas duras. Algunos acabaron en prisión y bajo una lógica estrictamente penal el desenlace tiene sentido. Pero difícilmente casa con la autoindulgencia desplegada estos días por el político y su reclamación de la comprensión ajena. “Entonces era un joven periodista” —no tan joven, realmente, ya había superado la treintena
—. “Fue un error. Miro hacia atrás y deseo que nunca hubiera ocurrido”. Su estrategia, durante muchos años, fue la de intentar ocultar esa parte de su pasado.
—¿No debería haber ido a la cárcel? —le preguntó hace una semana el periodista de la BBC Andrew Marr.—Tuve suerte de evitarlo. Admito que fue un profundo error y he visto en mi trabajo como político el daño que pueden provocar las drogas.
Resulta ingenuo pensar que la revelación de Gove haya podido servir para alcanzar un bien mayor, y que la anécdota se convierta en categoría y entre de lleno en el diálogo político. Resurgirá como acusación en cada debate mientras el todavía ministro de Medio Ambiente resista en la carrera por el liderazgo conservador, pero la moraleja final lleva camino de ser la habitual en la refriega partidista: quien a hierro mata, a hierro muere. Hace apenas tres años, Suzanne Sharkey, exagente encubierta en la División Antinarcóticos de la región inglesa de Northumbria, compareció en el Parlamento británico para exponer su frustración personal: “Cuando echo la vista atrás a mis años en la policía siento vergüenza. Siento fracaso. Me avergüenzo de haber sido incapaz de detener a los delincuentes profesionales. Detenía a vecinos de barrios deprimidos, sin esperanza, cuyo único delito era la posesión de drogas. La guerra contra las drogas ha sido un completo fracaso, en la que se han ignorado las verdaderas soluciones a este problema: las respuestas sanitarias, la educación y la compasión, antes que la criminalización de las personas”, dijo.
Un año después, el programa político con el que Theresa May se presentó como candidata del Partido Conservador en las elecciones generales dedicaba una línea al problema, para prometer “toques de queda en los barrios y órdenes más estrictas para combatir la droga y el abuso del alcohol”. En contraste, el manifiesto dedicaba páginas y páginas al Brexit y al control de los inmigrantes, “porque cuando llegan rápido y en abundancia, resulta difícil construir una sociedad cohesionada”.
En el mismo programa de televisión en el que una enfermera escandalizada por la doble moral en Westminster exigía respuestas, dos políticos que debatían como invitados, el nacionalista galés Adam Price y el diputado laborista Stephen Kinnock, admitieron sin problemas devaneos juveniles. Y enseguida cargaron contra la hipocresía de Gove y de su discurso.
Se ha convertido ya en un clásico entre los periodistas británicos preguntar a los políticos, en algún momento, si han consumido drogas. Pocos defraudan, cada vez más conscientes de que si todos pecan, nadie es pecador. O quizá porque ellos mismos saben que, a diferencia de las enfermeras o los profesores, la ciudadanía ha comenzado a estar convencida de que la tarea de los diputados no es tan relevante para sus vidas. Aunque, como en el juego de las sillas, de vez en cuando deja de sonar la música y alguien se queda de pie, con el rostro pasmado. Y en esta ocasión le ha tocado a Michael Gove.
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