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Columna
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Responsabilidades paulinas

Si a Casado se le nota irresoluto y medio noqueado, a la espera de alguna iniciativa, la estrategia de Iglesias parece meridiana, re-cohesionar el partido con el pegamento infalible, el poder

Fernando Vallespín
El presidente del PP, Pablo Casado, en el Palacio de la Zarzuela.
El presidente del PP, Pablo Casado, en el Palacio de la Zarzuela. Juan carlos Hidalgo (GTRES)

Los dos líderes que salieron peor parados en las recientes convocatorias electorales fueron los dos Pablos, Iglesias y Casado. Como los números cantan, no tuvieron más remedio que reconocerlo. Pero ninguno de ellos se mostró personalmente aludido. La responsabilidad se imputó a causas difusas, esa letanía de razones a las que cada líder alude valiéndose siempre de la primera persona del plural, eso que “nosotros” hemos hecho mal.

Nuestros Pablos se han ido de rositas, a pesar de que hay que presuponer que a ambos les cabe alguna responsabilidad en el desaguisado. Pero son dos modelos de liderazgo tan distintos, que ahí acaban las similitudes. Uno es volcánico, hiperactivo y dominante; el otro es más blando, cortés, e incluso algo retraído. Los partidos a los que representan tampoco tienen apenas puntos en común. Por eso ha sido también distinta su representación del desastre, el relato elegido para que su responsabilidad política personal se desvanezca.

Lo de Casado es un clásico, la “herencia recibida”, el pragmatismo mecánico de Rajoy y los casos de corrupción. Pero oculta algo obvio, su radical giro discursivo hacia la derecha, que tanto daño le acabó haciendo en Cataluña y el País Vasco, y que apenas le permitió diferenciarse de Vox. Esto significa desconocer cuáles han sido las condiciones bajo las que siempre se ha dado el éxito electoral de la derecha, un error de bulto en uno de sus líderes. Prueba de ello es que enseguida rectificaron con el supuesto giro al centro para afrontar la segunda tanda electoral. Y si aquí salvaron los muebles fue, precisamente, por la herencia recibida, por la amplia implantación local de su partido.

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Lo de Iglesias es justamente lo contrario: el Podemos de hoy ya no se parece en nada al de sus orígenes, se ha difuminado su mito de origen. Con el agravante de que él mismo fue uno de los que contribuyeron a crearlo. Si alguien está siempre de número uno en la misma organización y esta comienza a resquebrajarse, ¿a quién creen que hay que responsabilizar de su paulatina decadencia? Para Iglesias en cambio la culpa recae sobre “los otros”, los que en cada momento fueron disintiendo. El buen liderazgo consiste, sin embargo, en saber integrar las diferencias sin poner en peligro el proyecto colectivo.

Si a Casado se le nota irresoluto y medio noqueado, a la espera de alguna iniciativa, la estrategia de Iglesias parece meridiana, recohesionar el partido con el pegamento infalible, el poder. Por eso no para de exigir una parte de los nuevos despojos gubernamentales a cambio de su apoyo. A uno de nuestros Pablos se le ve todavía bisoño e improvisador; al otro quizá demasiado propulsado por su propio ego como para ejercer una autocrítica sensata.

Alexander Kluge decía que la unidad de medida fundamental en la política es la confianza. Si esta se dilapida a mansalva no hay más remedio que contener la hemorragia. Para eso está el asumir responsabilidades políticas, algo que no presupone necesariamente la dimisión, pero sí al menos el reconocimiento de sus muchas equivocaciones. No, desde luego, el parapetarse detrás de otros.

Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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