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Columna
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Más evaluación, mejor democracia

Aunque las políticas tienen siempre costes y beneficios, los partidos casi nunca las plantean de esta forma a sus votantes

José Fernández Albertos
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el líder de Podemos, Pablo Iglesias, el pasado octubre, tras la firma del pacto presupuestario.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el líder de Podemos, Pablo Iglesias, el pasado octubre, tras la firma del pacto presupuestario. FERNANDO CALVO (AP)

Imaginen que les ofrezco una política que aumenta la remuneración de los asalariados de menos ingresos en 900 millones de euros, mejora la renta disponible del conjunto de los hogares, y estimula ligeramente la actividad económica y la recaudación. A cambio, la política provoca que el empleo crezca un poco menos: pongamos que en un mes del año dejáramos de crear empleo al ritmo que lo estamos haciendo y mantuviéramos el ritmo los once meses restantes. ¿Me comprarían esta política?

De acuerdo con la Agencia Independiente de Responsabilidad Fiscal, la política que les he ofrecido tiene las mismas consecuencias que la subida del salario mínimo a 900 euros mensuales aprobada por el Gobierno el pasado diciembre. Como la gran mayoría de las decisiones de política económica, resulta muy difícil clasificar como indiscutiblemente “buena” o “mala” esta medida sin tener en cuentas las legítimas prioridades políticas de cada uno.

Aunque las políticas tienen siempre costes y beneficios, los partidos casi nunca las plantean de esta forma a sus votantes. Si así lo hicieran, les freiríamos a críticas en la primera rueda de prensa. “¡Reconocen que esta medida destruye empleo!”, dirían unos; “¡están en contra de la mejora de los salarios y el crecimiento!”, dirían otros. Ante ello, optan por presentar sus propuestas como recetas mágicas sin costes para nadie: así, nos dicen que las rebajas de impuestos no dañan los servicios públicos porque aumentan mágicamente la recaudación, o que el aumento del gasto se podrá siempre financiar gracias al crecimiento de la economía. Los departamentos de comunicación de los partidos son expertos en vendernos estos unicornios. Pero esta deriva acaba corroyendo nuestra democracia: sustituimos el legítimo debate sobre prioridades y propuestas por una lucha identitaria entre los que defienden políticas buenas (los nuestros) y los que se oponen a ellas (los de enfrente).

Por ello, es saludable que nos dotemos de instituciones y herramientas que nos permitan evaluar con rigor las complejas implicaciones de las decisiones políticas. El principal argumento de los defensores de una mayor evaluación de las políticas públicas es el de eficiencia. Pero hay un segundo motivo, menos evidente pero políticamente más relevante, que es el de mejorar la calidad del debate público. Una sociedad que conoce mejor las consecuencias de las políticas está mejor capacitada para decidir democráticamente sobre ellas.

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