Hacer espectadores
'Salvados' supo ir más allá y apropiarse del espacio que dejó libre la desaparición de la entrevista sosegada en televisión y el bloqueo de casi todo intento de crónica social en la pequeña pantalla


La crítica es una pieza fundamental en democracia. Desde la política hasta las artes, las unanimidades son más peligrosas que las disensiones. En el mercado del entretenimiento y la cultura se ha podido ver el retroceso de la importancia social de la crítica por el peso abusivo de la propaganda comercial. En todas las ramas informativas la potencia publicitaria le ha comido el terreno a la actividad periodística. Transmitir las notas de prensa o las estadísticas elaboradas por partes interesadas contraviene la apasionante función de preguntarse por todo en voz alta. Durante cinco años y medio tuve el privilegio de escribir columnas alrededor de las pantallas audiovisuales. Lo que más alegría me producía era encontrar espacios donde la inteligencia y la sensibilidad les ganaban la partida a la inercia y a la pereza autosatisfecha. No era fácil, pues la fabricación de imágenes se ha convertido en una explotación desmesurada, parecida a la comida procesada, que no deja de ser comida, pero carece de sabor y riesgo. Por eso, cuando dabas con alguna emisión que contenía valor y audacia, la función consistía en convencerles de que había espacio para consolidar la apuesta en lugar de ceder a las presiones para convertirse en un programa como todos los demás.
En ese periodo nació el programa de Jordi Évole, un espacio con una mirada reconocible. Surgía en la saturación del alcachofazo impertinente a pie de calle y podría haberse consolidado como otro programa de revisión con humor de la actualidad política. Pero supo ir más allá, pisar charcos y apropiarse del espacio que dejó libre la desaparición de la entrevista sosegada en televisión, de la anulación del reporterismo y el bloqueo de casi todo intento de crónica social en la pequeña pantalla. Con inteligencia, se desmarcó del plató y la monserga y acabó por ser un programa de televisión en todas sus dimensiones. Si apuntabas errores concretos, el abuso de la música intencional o guiños sectarios, sus creadores en lugar de indignarse apreciaban el esfuerzo por ser constructivo. Con enorme mérito llegaron a cerrar programas antológicos y desnudeces de personajes básicos en nuestra decadencia democrática tomada por la corrupción. Y donde más brillaron fue al sacar a la calle la cámara y el micrófono y ceder el protagonismo a la gente, que se reveló cargada de historias, sensibilidad y capacidad de análisis. Ya fuera en un barrio, en el puesto de trabajo o en una estación de servicio de autopista, la gente normal aparecía en la televisión después de décadas de estar marginada frente a la impudicia y el negocio.
Esa asombrosa revelación no ha calado del todo en una televisión que a veces parece despreciar su enorme influencia en la sociedad contemporánea. Por eso el programa de Évole alcanza el relevo sin ser amenazado por casi nadie. Y lo hace además con la inteligencia de apostar por Gonzo, un periodista con ánimo de arriesgarse a escuchar, la más difícil actividad del informador. Ojalá tengan suerte. La televisión en España posee una capacidad técnica y profesional muy por encima de la media mundial. Es en la apuesta por contenidos donde muestra sus mayores debilidades y falta de exigencia. Sobran presencias que podrían horadar vetas interesantes, desde Xavier Fortes hasta María Llapart, Lidia Heredia, Eva Soriano o Bob Pop, por citar caprichosamente a vuelapluma. No hay crítico más feliz que el que encuentra razones para el entusiasmo. Los espectadores se hacen, no nacen.
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