El regreso
Al día siguiente salí con ellos a la calle y tuve la impresión desde el primer momento de moverme entre difuntos
Mi amigo Enrique se compró unos zapatos el martes por la tarde y el miércoles por la mañana se murió sin llegar a estrenarlos. Ni siquiera los había sacado de la caja, que abandonó a los pies de la cama antes de acostarse. Eran de color crema y puntera alargada, elegantes y modernos, ingleses, diría yo, no sé muy bien por qué. La viuda decidió enterrarlo con ellos como para cumplir el último deseo de su marido del que tenía constancia. Lo amortajaron con un traje oscuro y una corbata cuyos tonos hacían juego con los calcetines. La verdad es que daba gusto verlo tan aseado. Los familiares y amigos que pasaban por el tanatorio destacaban, sin excepción, la calidad del calzado, que brillaba como un espejo y cuyas suelas no tenían un solo rasguño.
Pero ya a punto de cerrar el féretro para salir hacia el cementerio, la hija mayor se empeñó en quitarle los zapatos porque siendo nuevos, dijo, le harían daño. Al final yo mismo me acerqué corriendo a casa del fallecido a por unos mocasines viejos, que sustituimos por los recién comprados. Los deudos, no sabiendo qué hacer con los zapatos nuevos, me los regalaron a mí, que gastaba el mismo número. Acudí al entierro absurdamente con ellos en la mano y nada más llegar a casa me los probé. Me estaban como un guante.
Al día siguiente salí con ellos a la calle y tuve la impresión desde el primer momento de moverme entre difuntos. Fui a comprar el periódico y el quiosquero estaba muerto, aunque él no parecía consciente. Me dio un periódico cuyas noticias de primera página me parecieron dignas del más allá. Lo mismo me sucedió en la panadería donde adquirí una chapata agónica. Al llegar a casa y cambiarme de calzado me pareció que regresaba a la vida, lo que no me gustó.
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