La mirada del forastero
Si solo los afectados tienen derecho a hablar y su punto de vista es el único aceptable, no viviremos en una democracia
No solo Aznar ha renacido en esta campaña electoral. Otro clásico de la política vintage, Iñaki Anasagasti, se ha hecho notar con un tuit (más viral que el sarampión, claro) a propósito de los debates de la tele. Lo cito sin literalidad, con un poquito de edición: “Cosas difíciles de explicar: puede que en los debates a cuatro de RTVE y de Atresmedia hablen de Cataluña (seguro) y no habrá un catalán o catalana para rebatirlo. Pueden hablar de Euskadi y no habrá un vasco para rebatirlo”.
Quiero atribuir al despiste que no cuente a Albert Rivera como catalán y no, como malician otros, a que no le reconoce tal estatuto por alguna falta de pureza de pedigrí. Dejando eso de lado, lo que plantea Anasagasti —mera rabieta por la exclusión del PNV de las mesas de debate— podría ser una simplonería sin la menor chicha donde agarrarse de no ser porque es una simplonería que se repite de muchas formas y en muchos foros. Ha sido un mantra del procés: no pocas veces, periodistas y políticos catalanes afines al independentismo nos han mandado callar a los no afines arguyendo que no teníamos derecho a opinar sobre Cataluña al no haber nacido ni vivido allí.
No es la única forma de negación de la palabra del otro. No puedes hablar de feminismo si no eres mujer, no puedes hablar del campo si vives en la ciudad, no puedes hablar de pobreza si eres rico y todos los etcéteras que les vengan a la cabeza. La idea de que solo los vascos pueden debatir sobre asuntos vascos no es solo un alegato nacionalista, sino una inercia mental muy extendida en la sociedad. Si la obedeciésemos, destruiríamos la res publica: un principio fundamental de la democracia es la libertad para meternos donde no nos llaman.
Si solo los afectados tienen derecho a hablar y su punto de vista es el único aceptable, no viviremos en una democracia, sino en un conglomerado de estamentos sin relación los unos con los otros, lo que haría que el mundo se pareciese más a la Edad Media que al ideal ilustrado republicano. Por supuesto que los afectados tienen una perspectiva privilegiada y su voz no puede acallarse, pero no pueden ser los únicos que hablen ni quienes tengan la última palabra.
La mirada del forastero, tan impertinente —y a menudo, claro está, desinformada, superficial y prejuiciosa—, es absolutamente necesaria para completar la del paisano —que no pocas veces está también contaminada por prejuicios localistas, xenofobias arraigadas y paletismos de todo tipo—. Si los demás no nos miran, no existimos. Las identidades se construyen mediante la confrontación de miradas: si los viajeros románticos no hubieran escrito sobre España en los siglos XVIII y XIX, percibiríamos el país de una manera completamente distinta. No hay una forma correcta de mirar una sociedad y solo equivocándonos entre todos podremos, alguna vez, acertar un poco a entender qué diablos somos y cómo queremos convivir, pues de eso va la democracia y de eso deberían ir estas elecciones.
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