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Columna
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Enfadados

La bronca permanente es la prueba de la debilidad de la derecha

Josep Ramoneda
Pablo Casado, el pasado 16 de abril en Segovia
Pablo Casado, el pasado 16 de abril en SegoviaPABLO MARTIN (EFE)

Una campaña electoral es una sublimación de la batalla por el poder a través de la palabra. Y, por tanto, sería ingenuo esperar un debate de ideas atractivo o una eclosión de propuestas deslumbrantes. Todo ocurre muy a ras del suelo: buscando el momento oportuno para poner la zancadilla al adversario.

Pero lo que más me viene sorprendiendo de esta campaña que empezó prácticamente cuando Casado se hizo con el poder en el PP es el encono con que la disputa la derecha: sus líderes siempre están enfadados, nunca dejan escapar una sonrisa, a lo sumo una mueca. Siempre están en posición de combate. Y ven delitos de odio en todas partes. Con dos enemigos señalados: Pedro Sánchez y el independentismo. Y a por ellos. Una campaña estrictamente reactiva, construida sobre un argumento simple: hay que salvar la patria antes que Pedro Sánchez la liquide. ¿Cómo? Endureciendo la ley y acudiendo al juzgado de guardia.

La idea de patria la dan por supuesta, porque es eterna. Vox lo ha recordado: Dios, patria, familia. ¿De verdad es efectiva esta política del malhumor permanente? Puede que tuviera sentido cuando el independentismo culminó su escalada y un reflejo de indignación se activó en gran parte de la sociedad española. ¿Pero es sostenible a largo plazo? ¿Realmente una sociedad desea ser gobernada desde el enfado permanente? ¿Y si fuera esta una de las causas del retroceso del PP y de Ciudadanos en las encuestas? Son ya muchos meses de irritación y quizás la gente quiere tomarse un respiro.

Pero la derecha sigue embarrando la vida política, renunciado a este espacio, siempre ficticio, llamado centro al que ya sólo aspira Pedro Sánchez. Se puede pensar que la derecha española no hace sino seguir la fronda radicalizadora que se vive en Europa, pero el asalto de los Salvini, Le Pen y compañía, en países como Francia o Alemania no se ha llevado por delante a un centro derecha respetuoso y con capacidad propositiva, llámese Merkel o Macron. Obviamente, las dos causas inmediatas del cabreo son la escalada independentista, convertida en obsesión, y la caída del PP de Mariano Rajoy por la corrupción. La crisis catalana ha ayudado a Pablo Casado a apartar de la escena el oscuro pasado del PP. Y la fragmentación de la derecha obliga a unos y otros a una sobreactuación exagerada para exhibir más músculo que el vecino, con Vox, el más silencioso del trío, marcando el paso.

La bronca permanente es la prueba de la debilidad de la derecha. Y confirma la tutela de José María Aznar, que con sus peones colocados al frente de las distintas familias de la derecha, ha conseguido unirla de nuevo en el enfado, su modo preferido de estar en política, y en el fundamentalismo constitucional. El retorno al pasado difícilmente conduce al futuro.

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