La reinvención del rebelde Ricardo Bofill
El ex de Chabeli Iglesias y Paulina Rubio rompió con su pasado de excesos y vive centrado en su carrera como arquitecto
Un hombre sobriamente vestido, con el semblante serio y con un dominio impecable de idiomas se dirige al auditorio del Foro Económico Internacional de San Petersburgo (Rusia). Es el año 2016 y nuestro protagonista podría pasar por ser un cónsul honorario. El público, compuesto por ejecutivos y representantes de la Administración rusa, no sabe que este orador, invitado como arquitecto de prestigio, fue célebre en España por un pasado de desmadre, símbolo de una época de desenfreno previa a la crisis económica. Su nombre es Ricardo Emilio Bofill Maggiora Vergano, el personaje antes conocido como Ricardito Bofill.
Estrella de circos televisivos como Tómbola, exmarido de Chabeli Iglesias y expareja de la cantante Paulina Rubio, Bofill fue protagonista de la crónica rosa durante la década de los noventa y hasta 2005 por sus excesos y aventuras amorosas. “No me escondo, pero decidí que quería acabar con ello, porque no era óptimo para una trayectoria seria”, explica en una conversación telefónica con EL PAÍS. Bofill hace este resumen de su actual vida privada: “Estoy muy centrado en el trabajo, y soy muy casero. Tengo diez amigos de toda la vida. Salimos en moto, voy a conciertos en el Palau de la Música, practico el surf. Vivo frente a la playa de Barcelona, al final de la Diagonal, en una zona en la que no se me conoce. Estoy soltero y no tengo hijos. Ayer le llevé la mona de Pascua a mi ahijada. Disfruto muchos de los niños de mis amigos”. No le apetece que se hable de su pasado, aunque tampoco le quita el sueño, lo ve como una etapa necesaria: “Me enseñaron que era joven y que debía vivir, tener experiencias”.
Hijo del genio de la arquitectura Ricardo Bofill Levi, junto a su padre y a su hermano Pablo lleva las riendas del despacho RBTA –Ricardo Bofill Taller de Arquitectura. Bofill júnior es director de diseño y está centrado en proyectos en China, Rusia y en su destino favorito, India: “En India se preguntan 'Who the hell is Ricardo Bofill?' [Quién demonios es Ricardo Bofill?]. Mi padre tiene una gran trayectoria en cuarenta países, en Rusia y en China también, pero no en India. Allí he empezado de cero”. Algunos de sus trabajos de los que habla con orgullo son la reforma de las oficinas de Google en Nueva Delhi o un barrio residencial de casas de cuatro plantas en Chennai, en la costa este de India. En Instagram publica imágenes de sus jornadas de trabajo. Solo tiene 485 seguidores en esta red social y en Twitter, 110, lejos de la fama de antaño. El vídeo más reciente que ha publicado es de un viaje profesional en Sri Lanka: son imágenes de diciembre de 2018, soplando las velas de una tarta que trabajadores locales le prepararon por su 53 aniversario.
Ausente de la vida social, del último gran evento del que hay fotografías de Bofill es la gala contra el sida de 2015, un acontecimiento que organizaba Miguel Bosé en Barcelona. A Bofill, lo que le gusta más hoy es hablar sobre modelos de ciudades –“tienen que ser pulmones verdes, bosques que en vez de generar CO2, generen oxígeno”– y de la arquitectura en general: “Esta se ha puesto de moda porque queda bien colgar fotos de edificios en las redes. Se diseñan edificios muy frikis, muy retorcidos, para salir en Instagram”.
En once años, un nuevo cambio vital
Bofill cree que le quedan once años más como arquitecto, quiere ceder el liderazgo de RBTA a su hermano. Pablo es 15 años más joven que él e hijo de la artista francesa Annabelle D'Huart; Ricardo es hijo de la actriz Serena Vergano, la primera mujer de su padre y una de las musas del cine experimental de la Escuela de Barcelona. Licenciado en Artes por la Universidad de Rice (Texas) y máster en Arquitectura por Harvard, entre otros títulos, Bofill júnior prevé empezar una nueva fase vital de aquí a una década: “La vida tiene una tercera parte, de retorno al estudio, a la naturaleza, a la vida simple”.
El “espíritu renacentista” que Bofill dice seguir, le llevó hace dos décadas a escribir tres novelas y a dirigir una película en 2005: casi todas sus ficciones sucedían en el mundo de la noche, de la fiesta y de las drogas, todo lo que ha querido dejar atrás. Bofill siempre ha destacado que el cine y la arquitectura son sus pasiones, y asegura que en ello fue determinante la influencia de ver trabajar a pie de obra a su padre y a su abuelo, el también arquitecto Emili Bofill. “El uso que hacían de los colores, de las formas, era una explosión de imaginación”, dice Bofill al recordar la construcción de La Muralla Roja (Calpe, Alicante), una urbanización de 1973 que es una clásico de la llamada arquitectura posmoderna, y del Castillo de Kafka, un edificio de apartamentos de 1968 en Sitges (Barcelona) que evoca a un juego de cubos.
Otra influencia importante fue la de su abuela María Levi, esposa de Emili Bofill y madrina discreta de la cultura catalana durante el franquismo. Joan de Sagarra escribió sobre Levi un artículo en 1993, con motivo del matrimonio de Bofill con la hija de Julio Iglesias e Isabel Preysler: “Preguntado Ricardín sobre qué le sedujo más de Chabeli, el novio responde: 'Los ojos. Cuando la vi por primera vez pensé que era la reencarnación de mi abuela”. Sagarra continuaba exponiendo la importancia de la abuela Levi: “Fue uno de los personajes más fascinantes de la Barcelona de los años sesenta y setenta. En aquellos años, cualquiera que fuese o aspirase a ser alguien en la gran encisera debía forzosamente ir a probar la pasta –¡y qué pasta!– de María Levi. En las cenas que montaban en su casa Emili y María, uno podía encontrarse con Andy Warhol, con Pasolini o con Monica Vitti, y, en el peor de los casos, con Baltasar Porcel”.
Bofill cuenta que los abuelos le enseñaron a nadar o a jugar al ajedrez. De aquel ambiente cultural recuerda sobre todo al escritor José Agustín Goytisolo, que le corregía sus ensayos y poemas de juventud: “Escribí un verso, algo así como 'velas más blancas que la leche'; José Agustín me dijo que aquello era muy cursi y me lo cambió por 'velas más blancas que la lepra'. José Agustín me enseñó a no ser previsible”.
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