Volver a contar chistes
La instauración de la mentira como recurso oficial de la política española no tiene que ver con la maldición ni con el conocimiento
La maldición del conocimiento es la dificultad de concebir que los demás no puedan saber algo que nosotros sí sabemos. Es habitual en personas supuestamente brillantes que escriben o hablan fatal porque, de tanta información que hurtan a su público creyéndolo enterado, no se les entiende nada, o utilizan directamente un lenguaje imposible.
No hay ejemplo mejor en España que el tuit de Íñigo Errejón especulando sobre un “núcleo irradiador”, aunque para ejemplificar la perversión de la maldición del conocimiento en su extremo más delirante y endogámico, Steven Pinker recuerda el cuento en el que varios cómicos jubilados cuentan chistes alrededor de una mesa. “¡El 47!”, dice uno. Y todos se mueren de risa. “¡El 9!”, dice otro, y vuelven a desternillarse. Reciben la visita de un hombre que no entiende nada y se le explica lo que ocurre: esa gente lleva junta tanto tiempo y se conoce tan bien, se han contado tantos años los mismos chistes que los han numerado; de tal forma que, para ahorrar tiempo, solo tienen que decir el número. El buen hombre se anima y grita: “¡El 21!”, pero nadie ríe. De nuevo: “¡72!”, y todos lo miran sin reír. Se sienta abatido preguntando qué ocurre, y alguien le dice: “Es que los cuentas muy mal”.
Capitán Swing acaba de publicar en España El sentido del estilo. La guía de escritura del pensador de siglo XXI, traducido por José Calle Vales. Llega a este país en un momento espectacular, de eso no hay duda. Los pasajes sobre la maldición del conocimiento, las páginas en las que Pinker recuerda que “la cantidad de abstracción que un escritor puede desplegar depende de la capacitación de sus lectores”, las leí el lunes noche con Albert Rivera de fondo, en TVE, diciendo que en el PSOE están prohibidas las primarias para ser candidato a presidente del Gobierno. Nada que ver, todo que ver.
La instauración de la mentira como recurso oficial de la política española no se debe a la maldición ni al conocimiento; en muchos casos ni siquiera cabe atribuir ese ascenso a la navaja de Hanlon a la que recurre Pinker (“Nunca atribuyas a la malicia lo que puede explicarse por la pura estupidez”), pues visto el grosero tamaño de las mentiras no se puede esperar que reciba otra cosa a cambio diferente de la reprobación. Pero pensé después en otra maldición del conocimiento, una maldición desde luego más prosaica y vulgar que la que cargan académicos, científicos o escritores: la de todos aquellos que dan por sentado que todo el mundo se reirá cada vez que alguien diga una mentira, que se apiadarán de difundidores obsesivos de bulos, que normalizarán hasta la burla que un partido informe de una agresión hecha ad hoc para consumo de WhatsApp entre los fieles.
Hay un párrafo de Pinker, al final del libro, que se refiere a un mundo del que sentir a veces nostalgia. “En un planeta con 7.000 millones de seres humanos, forzosamente algo le ocurrirá a alguien en alguna parte, y lo que seleccionan los diarios y lo que se cuentan unas personas a otras son simplemente las cosas raras y excepcionales”. Aunque no representativa, al menos es una verdad. “El problema del mundo”, se dice unas líneas antes, “no es que la gente sepa poco, sino que sabe muchas cosas que no son ciertas”. Hay que volver a contar los chistes desde el principio.
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