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Tribuna
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La lógica del linchamiento

En todo momento se puede desatar en Internet una enloquecida tormenta de basura sobre casi cualquier individuo

Andrés Barba
Un usuario consulta una página web en su teléfono móvil.
Un usuario consulta una página web en su teléfono móvil. Samuel sánchez

Hemos inventado ya la prisión perfecta, se llama Internet y se parece al panóptico de Bentham, esa cárcel con forma de estrella en la que un solo guardián podía dar cuenta de la vigilancia de cientos de presos. Al final, el epicentro de la libertad ha resultado ser su negación absoluta: un espacio en el que pensábamos actuar a nuestras anchas, pero en el que los movimientos más mínimos están controlados y queda registro de toda actividad.

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A veces no hay nada más difícil de penetrar que una verdad desnuda. La fantasía de la comunicación parece desdibujar el hecho de que con cada búsqueda un domingo a las cuatro de la tarde, con cada like a una declaración de “dudosa moralidad” o cada distraído whatsapp estamos redactando nuestra sentencia. Pero el estado policial en el que ya vivimos y cuyas consecuencias apenas podemos calibrar necesita sostener una ficción: la de que, al fin y al cabo, Internet sigue siendo el epicentro de toda libertad. En el que hasta eso es posible. Lo más paradójico es que esa libertad haya acabado adquiriendo formulaciones como el linchamiento. Se parece a la forma en la que Schopenhauer denigraba el enamoramiento como centro del espíritu romántico: cuanto más piensa uno que está sintiendo su individualidad, en el momento en que Margarita aparece al fondo del bar y uno se siente en el centro de su ser es el momento en el que se es más marioneta del genio de la especie, el instante en que nuestros genes deciden por nosotros.

La paradoja internáutica es un bluf de proporciones igualmente colosales: cuanto más pensábamos que íbamos a encontrarnos en el reino de la libertad individual, más presos nos hemos visto de los peores comportamientos colectivos. Tal vez la mayor demostración de esa deliberada inconsciencia sea la liviandad con la que nos entregamos al linchamiento. ¿Por qué, si no, asistimos a esos movimientos con la misma impotencia y maravilla que ante la marea del océano o el movimiento de las placas tectónicas?

Pensábamos que nos encontraríamos en el reino de la libertad individual y nos hemos visto presas de los peores comportamientos colectivos

La lógica del linchamiento es moralizante, pero, en cierto modo, ajena a las ideologías. Tras la esperanza —o de nuevo, fantasía— de una justicia colectiva y espontánea se esconde una actitud en la que, más que la imposición de unas ideas sobre otras, se defiende una actitud limítrofe con el pensamiento mágico: la de que en todo momento se puede desatar una tormenta de basura sobre casi cualquier individuo y que esas tormentas son verticales, inevitables e irreversibles. Es como si hubiésemos aceptado ponernos en manos de una deidad enloquecida y perfectamente aleatoria en la que no parece intervenir nuestra voluntad de individuos. Más que ejecutores o jueces somos canalizadores de una decisión ya tomada por una “energía social” a la que nos sumamos. Sea cual sea el verdadero rostro de esa “energía”, si el de corporación internacional, buscador célebre, Estado del primer mundo, persona o fuerza de la naturaleza, movimiento o simple y chusco partido político, la respuesta está lejos de ser clara y a estas alturas las bombas pueden estallar hasta en las manos del más poderoso.

En el linchamiento tradicional el grupo se cohesionaba al tiempo que salvaguardaba los principios que lo unían, pero en este nuevo linchamiento admitimos hasta la posibilidad de que se defiendan en la intimidad los mismos principios que se denigran en el gesto público. Al fin y al cabo, el linchamiento, más que una acción deliberada y consciente, es una electricidad, un geist colectivo. Y esa ilusión de justicia, que se parece a la del anonimato que todavía sigue cruzando diagonalmente nuestro comportamiento en la web o a la de la inercia de la idea de que una fotografía es la corroboración de que algo ha ocurrido por mucho que llevemos más de un siglo manipulando imágenes, es un callejón dialéctico perverso. Un cul de sac. Se parece a ese fantástico cuento de Arreola titulado La migala, en el que un hombre compra una tarántula de picadura mortal y a continuación la suelta en su casa para vivir a partir de entonces presa de un terror cósmico: cuándo, en qué circunstancia sentirá el mordisquito definitivo. En el momento de tratar de apoderarse de su propia muerte (ese inalcanzable máximo) es precisamente el momento en que el personaje pierde la alegría más elemental de su propia vida y acaba entregado a un frenesí eléctrico y expectante.

Los tiempos revolucionarios muchas veces no se miden tanto por la consistencia de sus ideas como por la facilidad con la que las personas están dispuestas a entregarse al pensamiento idealista, y por ende no pocas veces también al totalitarismo y a lo irracional. Es, desde luego, lo que hace que sean fascinantes, pero también lo que los vuelve peligrosos. Basta echar la vista atrás a ese baqueteado y no tan lejano siglo XX. No descartemos que el linchamiento se convierta en el XXI en una de las bellas artes.

Andrés Barba es escritor.

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