La fabulosa vida de un cubano apodado Gringo, su paladar y su Dodge Coronet
De la artesanía a una cárcel en La Habana, pasando por los frijoles negros, la vida de Omar González ha sido una película de aventuras
Cuando llegas a la paladar Gringo Viejo, en la calle 21 de El Vedado, te recibe en el zaguán una inquietante máscara-escultura hecha de piel de vaca curtida, bronce, cobre, vertebras de tiburón, coral negro y otros materiales increíbles que forman, entrelazados, una imagen poderosa y mestiza de Cuba que te atrapa. En ella se resume el pasado africano, indígena, chino y español que está en la esencia de esta isla pues, como se sabe, todo aquí es mezcla e ilusión, también contradicciones, y así ha sido desde el comienzo. En Gringo Viejo dan arroz congrí, ropa vieja, yuca con mojo, frijoles negros y otros platos cubanos. Y su dueño, Omar González, es todo un personaje en la ciudad, aunque solo algunos de sus amigos saben del origen verdadero de esta máscara que te observa al acceder al restaurante, que fue antes su taller de artesanía y también su casa. La pieza empezó a trabajarla Omar cuando el destino lo puso en la cárcel y la terminó siendo un hombre libre, bastante tiempo después, pero esta es solo una pequeña parte de su historia arrebatada que incluye además una notable capacidad de resistencia y un fabuloso Dodge Coronet de 1958 que tiene pintado de dos tonos y que es, a la vez, su orgullo y su martirio.
Desde pequeño, Omar González aprendió que la vida en Cuba es un columpio endemoniado, a veces uno está arriba y ni cuenta se da de su fortuna, y en cuanto te descuidas estás enterrado abajo. En su caso particular, los dientes de sierra de su vivir le llevaron directamente del éxito como diseñador y artesano hasta una celda en el edificio 3 de la prisión del Combinado del Este, en La Habana, y todo por el simple hecho de ganar lo que se merecía en una época en que el dinero en Cuba era pecado. De ahí, de nuevo sin escalas Omar fue rehabilitado y pasó a fabricar regalos de cuero y talabartería para los invitados oficiales del Consejo de Estado, incluidos presidentes, primeras damas y premios Nobel. Esta es su trayectoria hasta los años noventa, cuando la desaparición del bloque socialista dejó a la revolución cubana huérfana y sin aliados.
Al Gobierno no le quedó entonces más opción que iniciar una tímida apertura al sector privado, y a ese carro del trabajo por cuenta propia se subió Omar en 1995 abriendo un pequeño restaurante particular, o paladar. Por su afición a la literatura puso al negocio el nombre de Gringo Viejo, un guiño a Carlos Fuentes y a su novela más famosa, cuyo protagonista es un veterano reportero norteamericano que cruza la frontera con México y se suma a la revolución de Pancho Villa. Por los días de aquella tímida apertura cubana la televisión emitía Vale todo, una telenovela brasileña que contaba la historia de una mujer que empezó vendiendo bocadillos en la playa y acabó construyendo un imperio de la alimentación al que llamó Paladar. Endulzados por ese sueño, los cubanos se apropiaron del nombre para bautizar los nuevos restaurantes privados, y de igual modo a Omar sus amigos empezaron a llamarle “el Gringo”, un apodo que se consolidó todavía más el día en que apareció en casa con un Dodge Coronet 1958 que le compró a un guajiro del pueblo de Cumanayagua.
Fue allá por el año 2002. Habían pasado los peores días del límite draconiano de las 12 sillas, una restricción estatal ideada para que los nuevos propietarios privados no prosperaran demasiado —si atendían a más de 12 comensales a la vez, les podían cerrar el local—, y por entonces la paladar del Gringo ya era famosa. Un día Omar iba por la calle con un amigo diplomático y vieron aquella máquina increíble aparcada en la esquina de 5ª Avenida y 42. El Dodge estaba pintado de rojo y blanco y tenía todas sus defensas niqueladas, parecía un avión. Después de pensarlo un rato, ambos echaron números y decidieron que ocho mil dólares era un buen precio para hacerse de aquella maravilla. “El guajiro lloraba al venderlo. Decía que no quería deshacerse de él, pero necesitaba el dinero para arreglar el techo de la casa, que se le estaba cayendo”, recuerda Omar. La disyuntiva era sencilla. “O techo, o carro”, le dijeron. Y el hombre les vendió el Dodge.
El Gringo empezó cambiándole algunas piezas. Luego lo pintó de dos tonos —gris plata y negro— y le compró llantas nuevas. Cuando su amigo se marchó del país, él se lo quedó y siguió mejorándolo: le puso un carburador de cuatro bocas, y un nuevo sistema de encendido electrónico, y le adaptó un aire acondicionado de Toyota… Así hasta convertirlo en el artefacto fabuloso que es hoy, con su motor, caja de cambios y transmisión originales. Recuerda Omar que a mediados de los noventa las paladares nacieron como un ensayo en las costuras del anquilosado engranaje estatal cubano. También en 1958 el modelo Coronet de Dodge salió de la fábrica Chrysler de Detroit con un motor experimental. Ambos sondearon un camino y señalaron el futuro, y por todo lo que representa él le tiene un cariño especial a este automóvil, aunque mantenerlo a punto se haya convertido en una obsesión y “un drama”.
“Hay veces que uno se desanima y quisiera deshacerse de él. Pero luego sales a la calle y ves cómo la gente lo disfruta, y te dices: no lo vendo”. Para tenerlo en buen estado, asegura, “todo el tiempo hay que estar arriba de él”. Que si se rompió esto. Que si se rompió lo otro. Que si vino un mecánico y le apretó dos tuercas. Que si llegó otro y le hizo una chapuza y cobró un dineral. “A veces la avería es grave y te dices: ‘ahora sí que estoy embarcado’. Pero de pronto aparece un loco y te resuelve el problema con un torno viejo. ¡En un momento te inventa una pieza como si fuera de la fábrica de Estados Unidos!”. El Gringo asegura que cuando eso ocurre le da fuerza. “Me digo, si este hombre es capaz de hacer esto, cómo no voy a ser yo capaz de mantenerlo”. A sus setenta y pico de años, Omar González está orgulloso de ser dueño de un vehículo que ha resistido medio siglo sin piezas de repuesto y nunca se ha parado.
Cuando era niño y vivía en el pueblo de Cárdenas, veía pasar los coches americanos por la calle y se decía: “algún día yo tendré uno como ese”. Por entonces su madre trabajaba en el Hotel Internacional de Varadero. Un fin de año ella regresó a casa emocionada: “Batista ha huido”, les dijo. El Gringo asocia la miel de su infancia y también aquella imagen de fin de época a esos estilizados automóviles norteamericanos que veía pasar al salir de la escuela por las carreteras polvorientas.
Después del triunfo de la revolución su familia se mudó a La Habana y Omar estudió diseño industrial. Durante un tiempo trabajó en el Departamento de Orientación Revolucionaria del Comité Central del Partido Comunista haciendo propaganda gráfica, pero de las consignas patrióticas y los nombres de los mártires pasó pronto a la artesanía y se hizo experto en pieles. Para los años ochenta, cuando el Gobierno abrió la plaza de la Catedral a los artesanos y vendedores particulares, Omar González ya tenía un nombre en el Fondo de Bienes Culturales y era reconocido en la profesión. En eso llegó la Operación Adoquín, una de las cíclicas ofensivas policiales contra el “enriquecimiento ilícito” en Cuba, y cientos de trabajadores por cuenta propia, incluido él, cayeron en la redada. Un 19 de marzo de 1983, recuerda bien clarita la fecha, se presentó la policía en esta misma casa donde hoy funciona la paladar y se lo llevó sin más explicaciones, con todas sus pieles y artesanías. Le echaron dos años de cárcel. “En el Combinado del Este los del Adoquín éramos más de 150 y un tercio de ellos eran profesores, geógrafos, había profesionales de todo tipo”. Enseguida Omar y los artesanos más experimentados empezaron a enseñar en los talleres de la cárcel a los demás presos a trabajar con el cuero, la madera y otras materias primas deficitarias. “Vamos a hacer aquí lo que no podemos hacer en la calle, que sea la prisión fecunda, nos dijimos, y así fue”.
Omar fue nombrado jefe de diseño de los talleres de artesanía de la cárcel y también jefe del Consejo de Reclusos. “Estábamos los de la Operación Adoquín, los de la Operación Cocodrilo, detenidos por vender los turnos de las colas, los de la Operación Matilde, por tráfico de leche por fuera….”. En el taller Omar empezó su máscara-escultura en los ratos libres. Un día a él y a otros dos artistas les pidieron que hicieran un pirograbado de una pequeña foto del expresidente francés François Mitterrand. Era para regalársela a su esposa, de visita en la isla. “Realmente quedó muy bien, gustó a todo el mundo”. Como presos que eran, no firmaron la obra, pero días después de entregarla una noche los sacaron de la celda que compartía con otros 60 presos. “¿Qué he hecho?”, le dije al oficial. “No, no, nada, es para que firméis la pieza”. Y la firmaron.
Poco tiempo después lo dejaron libre antes de terminar de cumplir la sanción, y es verdad que al final le pidieron disculpas y le dijeron que nunca debió estar allí, pero los 14 meses de encierro no se los quitó nadie. Como a las dos semanas de estar en la calle, sin dinero ni carné de identidad, lo vino a buscar un coronel, le dijo que su trabajo era excelente y le ofreció un puesto laboral bien pagado y seguir trabajando con los presos en las cárceles, y de ese modo su fama y sus trabajos se convirtieron en asunto oficial, e incluso le devolvieron la escultura mestiza que comenzó en la cárcel y que preside hoy su restaurante. “Nadie imagina la historia que esconde”, dice Omar, y pide un whisky doble.
Una década después, al abrir Gringo Viejo en su pequeño apartamento del Vedado, Omar sabía que la vida de nuevo podía torcerse y enterrarlo bien abajo. Pero su paladar se puso de moda y empezó a ser frecuentada por diplomáticos y turistas, algunos de ellos estadounidenses que llegaban a la isla violando la política del embargo y quedaban seducidos por su carisma y la sazón de sus platos. Fue por entonces cuando Omar creó el lema de Gringo Viejo: “El lugar adecuado en el momento oportuno”. Está escrito en grandes letras dentro del establecimiento y también lo ha colocado en la puerta del Dodge. A veces Omar aparca el coche frente a la paladar y lo deja allí un buen rato. La gente pasa y lo mira embelesada, y algunos clientes le preguntan cómo ha logrado mantenerlo de ese modo, sin saber si se trata de un símbolo del pasado o del mañana.
En ocasiones el Gringo hace memoria después de un brindis y cuenta a los curiosos fragmentos de su vida. Les explica que le ha ido bien, fatal y regular, que ha trabajado para el Gobierno y para él mismo, que después de la apertura de Obama vino Trump y espantó a los clientes norteamericanos, que ha compartido una celda colectiva y ha sido luego presidente de la sección de piel de la Asociación Cubana de Artesanos. En todo este tiempo, dice, la vida le ha demostrado algo: “Todo pasa, pero el Dodge permanece”.
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