El guajiro, un Thunderbird y un daiquiri cubano para Lucky Luciano
En la coctelera del barman Héctor González se mezclan las historias de la mafia en Cuba y la pasión por restaurar coches americanos antiguos
Por su origen campesino a Héctor González Tabares todo el mundo lo llama el Guajiro en el hotel Sevilla, un lugar donde lleva 15 años trabajando y ha pasado por varios departamentos y oficios, aunque a él lo que le gusta es la cantina, preparar daiquiris, mojitos, ron collins, havana specials y otros cócteles suavones como el Mary Pickford, hecho a base de zumo de piña, ron blanco, marrasquino y granadina, creado para la famosa actriz estadounidense de cine mudo en una barra de La Habana a finales de los años veinte, en plena ley seca, cuando muchos norteamericanos se escapaban a Cuba de farra y a saciar la sed.
Desde que pisó el hotel por primera vez, a Héctor le cautivó este emblemático establecimiento situado en la calle Prado, llamado primero Gran Hotel Sevilla y después Sevilla Biltmore, uno de los hospedajes con pedigrí y más anécdotas de La Habana, construido en 1908 y comprado a finales de los años treinta por el uruguayo de origen italiano Amleto Battisti y Lora. A Héctor González le encantan las viejas historias del hotel vinculadas a la mafia, y ciertamente no faltan pues Battisti era un oscuro personaje, dueño de un banco y prestamista de importantes legisladores, con intereses en varios casinos y en el hipódromo Oriental Park. Battisti llegó a ser congresista y tenía repartida la jugosa tarta del juego en La Habana con capos norteamericanos como Meyer Lansky y Santo Traficantte, por eso en enero de 1959 se asiló en la Embajada del Uruguay y, en cuanto pudo, salió a uña de caballo huyendo de la revolución mientras la gente lanzaba las ruletas por las ventanas del Sevilla y el hotel Plaza.
“Aquella imagen dio la vuelta al mundo”, recuerda Héctor, que además de la coctelería y la historia tiene otra adicción no menos deslumbrante y a tono con las otras dos: el Guajiro es un apasionado de los coches norteamericanos antiguos, especialmente de los modelos clásicos, en su mayoría Ford y Chevrolet de los años cincuenta y cinco, cincuenta y seis y cincuenta y siete, los que por su diseño y confort interesan más a la gente. Héctor los compra desbaratados pero a buen precio y se pasa luego años arreglándolos y poniéndolos pintones para usarlos un tiempo y después los vende al mejor postor, un negocio jugoso que siempre termina con la adquisición de un nuevo automóvil, y vuelta a empezar.
Héctor habla al mismo tiempo de válvulas, pistones, mezclas de diferentes licores y frutas, y también de las anécdotas del Sevilla, como la del desagravio que se hizo aquí a la bailarina y cantante Josephine Baker en los años cincuenta. “Había venido a actuar a La Habana y en el Nacional no la dejaron alojarse por ser negra; en el Sevilla la declararon huésped ilustre, fue una tremenda publicidad en la época”. En el Roof Garden, el lujoso salón-restaurante del noveno piso donde Héctor trabaja de camarero, tuvo lugar una de las historias más fascinantes de aquella Habana loca de los años cuarenta. Corrían las primeras semanas de 1947 y Charles Lucky Luciano estaba en la ciudad, donde había entrado de estrangis tras ser deportado a Italia desde EE UU al salir de la cárcel. Ya que no podía regresar a Nueva York, Luciano quería manejar su negocio desde cerca y llegó a organizar en las navidades de 1946 un gran cónclave mafioso en el hotel Nacional de La Habana, al que acudieron representantes de las principales familias de Estados Unidos, incluidos Vito Genovese, Albert Anastasia, Joe Bonano y Joe Profaci. “La discreción era vital, pero poco a poco Luciano fue cogiendo confianza y cometió un error”, cuenta el Guajiro. Una noche Luciano acudió a cenar al Roof Garden del Sevilla con su bella amante Beverly Paterno, con quien fue fotografiado durante el show que amenizaba la velada, en el que solía actuar la vedette Rita Montaner. Otros dicen que fue saliendo del cabaré Sans Souci. Lo mismo da. La imagen, publicada en la prensa local, sirvió de prueba al jefe del Buró Federal Antidrogas de Estados Unidos, Harry Anslinger, para acreditar la presencia del capo en la isla y pedir su expulsión.
“Fue un verdadero escándalo”, cuenta Héctor en su taller de Bejucal, un pueblo de tierra colorada y gente amable que antes era zona de vegas de tabaco y que queda a media hora de La Habana si uno pisa el acelerador. En el garaje, que es a la vez carpintería y lo que haga falta, Héctor ha tenido varios automóviles norteamericanos, “más de 15”, asegura en un cálculo rápido, en el que incluye un Chevrolet Bel Air del año cincuenta y siete que era un sueño. Sin embargo, el amor de su vida fue un Ford Thunderbird descapotable del año 1956 que pintó de rojo y que alquilaba para bodas, cumpleaños de quince y cualquier otra actividad festiva que se pueda imaginar.
La historia del Thunderbird de Héctor es larga, dicen las malas lenguas que su propietario fue alguien vinculado a Fulgencio Batista, pero lo cierto para él es que el coche se lo compró a un mecánico cacharrero que se lo entregó en pésimo estado y que después de su arreglo fue la envidia de todo Bejucal y alrededores. “Nadie puede imaginar los inventos que había detrás de sus estilizadas líneas”, dice Héctor, con 50 años cumplidos. Algunos repuestos logró traerlos de Estados Unidos gracias a unas amistades. Otros tuvo que improvisarlos en Cuba, como los pistones, adaptados de un camión ZIL 130 ruso mientras que el sistema de frenos los sacó de un Mercedes.
Para Hector, el Thunderbird, o T-Bird, es especial por muchos motivos. El Guajiro se sabe la historia del nacimiento de este coche de lujo de dos plazas de la Ford al dedillo. “Su nombre procede de la mitología indígena norteamericana. El pájaro, dueño del trueno, reinaba en el cielo y era el ayudante divino del hombre. Sus grandes alas, invisibles para los mortales, originaban los vientos, los rayos y los truenos, dando lugar a las lluvias y a las tormentas que proporcionaban a los indios americanos el agua para seguir viviendo en el desierto... Igual que en Cuba”, bromea Héctor
Tan artista y virtuoso como él, o más aún, es su hermano Elvis, dos años menor, que tiene otro Thunderbird del año 1957 abierto en canal en el garaje de su casa. Elvis le adaptó un motor de lancha rápida similar a los que utilizan los contrabandistas de personas de Miami para recoger a cubanos que se quieren marchar de la isla, por los que sus familiares en Estados Unidos pagan fuertes sumas de dinero. Algunas veces esos botes son capturados por los guardafronteras y cuando esas embarcaciones son desguazadas se venden sus partes. Elvis, que estudió ingeniería mecánica y electrónica, desde hacía tiempo tenía la idea en la cabeza de probar uno de esos motores en su T-Bird, y cuando consiguió la imponente máquina e hizo los primeros ajustes, el coche volaba. “Tenía tanta potencia que hubo que ponerle dos sacos de arena en el maletero para que no fuera a despegar”.
Hace algún tiempo Héctor vendió su Thunderbird por un precio de bastantes ceros a un cubano pudiente. Le dolió, pero se compró un Cadillac descapotable del año 1955, todo un lujo, en el que trabaja ahora en medio de la sempiterna sequía de piezas de repuesto. Como siempre, calcula su restauración en términos de “años”, de “inventos” y de “miles de dólares”, pero en eso en el Roof Garden del hotel Sevilla un turista norteamericano interrumpe la conversación y le pregunta por una vieja historia del hotel. Suena la batidora, que escupe espuma de daiquirí, y el Guajiro le habla de Mary Pickford, de Josephine Baker y de como una noche en ese mismo lugar se esfumó la suerte de Charles Lucky Luciano.
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