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Tribuna
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La cultura de los derechos

Sin el conocimiento de los derechos de los que son titulares los ciudadanos, las sociedades democráticas no son sostenibles

Javier de Lucas
Varios centenares de
Varios centenares de Antonio Broto (EFE)

Parece de moda sostener que vivimos una nueva etapa de la democracia, caracterizada por la presencia de la indignación como motor primario, incluso por el predominio de los sentimientos, emociones o pasiones, frente a la razón. Abundan las etiquetas: democracia o política de indignados, democracia reivindicativa o reactiva, o, con la conocida fórmula de Rosanvallon, “democracia de la desconfianza” o “contrademocracia”.

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Sin embargo, como se ha podido comprobar sin demasiada dificultad ante fenómenos como la revuelta de los chalecos amarillos o el conflicto entre taxi y VTC, el fenómeno es mucho más viejo. Lo saben los estudiantes de primero de Derecho a quienes aún se les habla en clase de la importancia del sentimiento de lo jurídico, en su variante del sentimiento de lo injusto: el “¡no hay derecho!” como urphenomenon del Derecho y aun de la política.

El papel de los cahiers de doléances, esos cuadernos de quejas ciudadanas en los que encarnó el sentimiento de revuelta que llevó a la revolución de 1789, es solo un antecedente próximo. Las primeras manifestaciones, como la arquetípica de Antígona frente a Creonte, vienen de esa conciencia de humillación, de falta de reconocimiento de lo que es —de lo que creemos que es— nuestro derecho. En el fondo es el mismo leitmotiv que expresara el brocardo summum ius, summa iniuria, que conocen bien los lectores de Michael Kohlhaas, de Heinrich von Kleist, o, más prosaicamente, los espectadores de tantos filmes de Charles Bronson o, con un poco más de sofisticación, de los filmes de Clint Eastwood sobre su Dirty Harry. Desde el punto de vista académico, lo han explicado las teorías contemporáneas del reconocimiento, de Taylor a Honneth. Es el orgullo herido que reivindica la dignidad propia, aun a costa de sacrificios importantes, como en el caso del suicidio del vendedor ambulante Mohamed Bouazizi, tal y como explicó bien Sami Naïr en La lección tunecina.

Esa clave de “lucha por mi derecho” es la que aplicó el gran maestro Jhering para explicar su versión del alma del Derecho. Y lo concretó en el lema: “Todo derecho en el mundo tuvo que ser adquirido mediante la lucha”. En el bien entendido de que esa lucha no consiste solo, aunque desde luego resulta imprescindible, en la confrontación social. Porque también se lucha por los derechos aplicándose en su conocimiento, esto es, en la pedagogía sobre la mejor forma de satisfacerlos y garantizarlos, de conjugar los derechos inevitablemente enfrentados. Por eso, la educación básica y especializada y la transferencia de conocimientos sobre los derechos humanos, un mandato de la ONU y la Unesco, forman parte de lo que nos gusta llamar cultura de los derechos, que muchos consideramos la base imprescindible para la tarea política por excelencia, esa permanente paideia que es la formación crítica de la ciudadanía.

La educación en los derechos es una necesidad básica y una prioridad tanto para los poderes públicos como para los agentes sociales

Las sociedades democráticas, que tratan de hacer y vivir más y mejor democracia, no son sostenibles sin el conocimiento de los derechos de los que son titulares los ciudadanos, sin la toma de conciencia de su condición de verdaderos señores del Derecho, de señores de los derechos. Pero en unas sociedades como las nuestras, en las que impera el atomismo individualista, es preciso educar en la distinción entre deseos, expectativa, intereses y derechos. Aprender que, incluso los que podemos considerar como nuestros derechos, entrarán muchas veces en conflicto con derechos de otros. Porque el verdadero test de los derechos es aprender a conocer, respetar y tomar en serio los derechos de los otros. De donde la prioridad política de educar en la necesidad de conjugarlos, desde el principio básico de evitar el daño a bienes jurídicos prioritarios, ya sean de los otros, ya sean comunes. Además, los derechos no se adquieren de una vez para siempre, sino que la lucha por su garantía es una tarea permanente, lo que compromete a todos los ciudadanos —no solo a los poderes públicos y los funcionarios—, a una actitud de vigilancia, de control que va más allá del mero uso y disfrute de los mismos. La cuestión, pues, es cómo formar y mantener despierta esa disposición.

Esta es la propuesta: fortalecer los instrumentos para que arraigue en nuestras sociedades la cultura de los derechos. Educar específicamente en derechos, como exigió en sus Observaciones finales (en marzo de 2018) al Gobierno español el comité de la ONU para la eliminación de las formas de discriminación de la mujer (Cedaw), que mostró su preocupación por la sustitución de la materia obligatoria de enseñanza en secundaria “educación en la ciudadanía y los derechos humanos” por materias optativas sobre “valores cívicos y sociales”, o “valores éticos”. Esa educación en los derechos, desde la enseñanza secundaria, es una necesidad básica y como tal debe ser una prioridad para los poderes públicos, pero también para los agentes sociales, sobre todo para todos los implicados en el proceso educativo. Para tomarnos en serio los derechos y aprender a actuar con y por ellos.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y director del Instituto de DDHH de la Universitat de València.

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