Andalucía
Qué difícil es entender que allí donde el choque de civilizaciones ha sido sinónimo de esplendor triunfe la estigmatización del “otro”, del “diferente", del inmigrante
"Andalucía es tierra de un folkore como no hay otro en España, y precisamente por ser diferente (Spain is different, rezan los slogans publicitarios) acuden millones de extranjeros para admirar un país distinto”.
Tomo estas líneas de una Enciclopedia catalana de los años sesenta que era un tesoro en mi casa natal y que de niño leía con fruición y voracidad. De ella surgían, como en una película, palacios, jardines, noches suntuosas, héroes y heroínas que luchaban bajo el cielo estrellado de un destino meridional, épico y lejano.
En mi Enciclopedia se hacía un elogio a la diferencia que en mi afiebrada imaginación de niño, quedo calada. Claro, era un pibito argentino que creía en la cercanía de los Cuentos de la Alhambra, y en el Romance de Abenámar, el resonar de las Mil y una Noche, pero con sonido castellano, y en plan exótico.
Andalucia y los andaluces han sido en nuestro imaginario social una fiesta de la diferencia y la mistura, del trasiego de cientos de años de migraciones, encontronazos, revoltijos, y algarabías, que produjo una de las culturas más ricas y vibrantes del mundo occidental.
Qué difícil es entender que hoy en día triunfe en esas tierras del sol, —allí donde el choque de civilizaciones ha sido sinónimo de esplendor—, la estigmatización del “otro”, del “diferente", del inmigrante, y que se reivindique frente a lo universal el culto a la parroquia y a una peligrosa identidad común.
Quizás me es difícil comprender este fenómeno porque soy producto de la mezcla; y en ella me reconozco, como también reconozco los valores más elevados de nuestra civilización.
Esta tribuna es una colaboración de un lector en el marco de la campaña ¿Y tú qué piensas?. EL PAÍS anima a sus lectores a participar en el debate. Algunas tribunas serán seleccionadas por el Defensor del Lector para su publicación.
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