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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Democracia de mayorías, sin mayorías

Nunca antes el poder ejecutivo había sido desautorizado con esa rotundidad en Westminster

Ignacio Molina
Manifestantes contrarios al Brexit, este martes en Londres.
Manifestantes contrarios al Brexit, este martes en Londres.BEN STANSALL (AFP)

Confirmando los pronósticos, la Cámara de los Comunes ha rechazado por un margen abultado el acuerdo de Brexit que el Gobierno de Theresa May había negociado —aunque sería más preciso decir ‘había asumido’— con la Comisión. Visto desde la óptica de los Veintisiete, que en estos dos años y medio han hecho suyos el pragmatismo y la flema que en teoría caracterizaban al estereotipo inglés, mañana se sabrá “mantener la calma y seguir adelante”. El momento se vive en la UE con preocupación, pero sin vértigos. Claro que se prefiere un proceso ordenado y con plazos ciertos, pero todos los escenarios son en última instancia digeribles. Un retraso de la salida hasta el verano podría producir un efecto limbo temporal y contaminar las elecciones de mayo, pero no deja de ser un ajuste técnico ya que nada sustancial será renegociado.

Por su parte, las dos alternativas explosivas que hasta hace poco resultaban altamente improbables —en forma de estrepitoso arrepentimiento o, por el contrario, de abandono caótico— tienen sus partidarios en el continente. La primera es, por supuesto, la única confesable, pero la segunda, pese a sus costes (que, por cierto, afectarían mucho a España), tendría un impacto tan asimétrico en perjuicio del Reino Unido que si se produce no hará derramar demasiadas lágrimas en Bruselas. Desde junio de 2016 se encendieron las alarmas en las capitales y las instituciones europeas, temerosas de un efecto contagio que hoy parece bastante conjurado. La Unión ha demostrado resiliencia y resolución a la hora de defender su auténtica esencia; contenida en las libertades fundamentales del Mercado Interior.

Muy distinto es el panorama del lado británico y allí deben centrarse ahora los análisis. Los de corto plazo se escriben en forma de incertidumbre total. Todos los escenarios están abiertos e incluyen un posible relevo en el 10 de Downing Street (por dimisión, por moción de censura o por anticipo electoral) o un enroque de la primera ministra que, ocurra lo que ocurra, pasará a la Historia con más dignidad que David Cameron. A medio plazo, como ya se ha dicho, también se abren diversas posibilidades sobre la retirada, incluyendo un segundo referéndum que, en contra de lo que a menudo se quiere pensar, sería tan divisivo como el primero y fracturaría aún más la que, con algo de imprecisión, hasta ahora pasaba por ser la democracia más antigua del mundo. Lo cierto es que es en esos términos temporales tan largos como hay que contemplar lo sucedido pues esta vez no exageraban los titulares que hablaban de votación histórica. Si intentamos una mirada de largo plazo, no es exagerado concluir que este resultado es el desenlace político y simbólico de un proceso de desfiguración de la forma de gobierno que tan magistralmente codificó Walter Bagehot hace ahora siglo y medio. Nunca antes el poder ejecutivo había sido desautorizado con esa rotundidad (¡230 votos de diferencia!) en Westminster y tampoco hasta hoy se habían visto tan claras las disfuncionalidades que padece The English Constitution.

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Es inquietante porque la democracia británica, por debajo de oropeles neogóticos y protocolos formales enrevesados, había funcionado hasta ahora con sorprendente simplicidad y enorme eficacia. Un sistema fundamentalmente bipartidista (alejado de la compleja fragmentación que es propia del resto de Europa), con gobiernos de partido único, sin un molesto Tribunal Constitucional que anule decisiones legislativas, sin un banco central independiente que condicione la política económica, sin una segunda cámara que merezca ese nombre, donde ni siquiera serían imaginables las extrañas cohabitaciones del semipresidencialismo francés ni, mucho menos, la endiablada separación de poderes con la que los padres fundadores complicaron el devenir de los EE UU. Un sistema basado en tres elementos: los ciudadanos eligen a sus representantes en el parlamento por mayoría simple, también por mayoría simple ese parlamento da su confianza a un gabinete y aprueba las leyes que este le remite, y no hay otro contrapeso real que no sea una mayoría simple alternativa que triunfe en las siguientes elecciones. Pero un sistema magistralmente sencillo requería algunas premisas que en este momento ya no existen: confianza de la ciudadanía hacia sus diputados y de estos hacia sus líderes, alineamientos ideológicos más o menos nítidos (izquierda-derecha) y aceptación por todos de las escasas reglas del juego existentes. El populismo euroescéptico se ha llevado por delante todo eso. En primer lugar, la introducción de un instrumento tan extraño a los usos británicos como el referéndum ha desplazado el modo tradicional de delegar las decisiones en unas élites que hasta ahora no tenían más restricción que rendir cuentas en las siguientes elecciones. Además, la fractura de la sociedad es ahora más compleja y los dos grandes partidos están a su vez divididos en eurófilos y escépticos. Y, por último, no se ha sabido ver que la pertenencia a la UE era un asunto constitucional, una de esas poquísimas cuestiones que no se puede gestionar con mayorías simple sino con amplios consensos. La ironía es que en estos momentos no hay en el horizonte mayoría simple alguna que pueda desbloquear la crisis: ni la permanencia, ni el acuerdo recién rechazado, ni la salida a las bravas.

Ignacio Molina es profesor de la UAM e investigador del Real Instituto Elcano.

Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública, para EL PAÍS.

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