De ‘Roma’ a ‘Santiago’: cuando trabajar sin descanso para los demás se convierte en una obra de arte
La última cinta de Alfonso Cuarón tiene mucho en común con el ensayo con el que Moreira Salles homenajeó al jefe del servicio de la casa de sus padres
Santiago Badariotti Merlo tenía 80 años cuando uno de los hijos de la casa donde había servido durante tres décadas llamó a la puerta de su pequeño apartamento del barrio de Leblon, en Río de Janeiro. Era mayo de 1992 y João Moreira Salles, economista dispuesto a darle un giro a su vida para dedicarla al cine documental, quería filmar al jefe del servicio de la casa de sus padres, un tipo que le fascinaba por lo que representaba: los secretos de su infancia.
Culto, políglota y exquisito, Santiago, argentino de origen italiano, aprovechaba las infrecuentes noches en solitario para ponerse el frac y tocar el piano del salón. Tenía habilidades curiosas: era un virtuoso con las castañuelas. La música no era su única afición, durante años Santiago investigó y transcribió en bibliotecas públicas y privadas la historia universal de la aristocracia. Alcanzó a copiar 30.000 hojas. Adoraba a Francesca de Rimini. ¡Y a Fred Astaire! Según la madre y patrona, nadie organizaba la mesa ni hacía unos centros de flores como Santiago. Banqueros, diplomáticos, estrellas de cine, la casa de la Gávea era un pequeño paraíso gracias a los saberes de aquel hombre que mimaba su trabajo por encima de cualquier cosa.
Las dos cintas afrontan como pueden el asunto que amenaza su credibilidad: la infranqueable brecha de clase
Santiago no se estrenó hasta 15 años después de su rodaje. Cuando Moreira Salles se enfrentó a la sala de montaje descubrió que algo fallaba. Durante las largas horas de filmación, el ejemplar mayordomo jamás dejó de ser lo que había sido siempre: un disciplinado sirviente. La película, reconvertida en un ensayo que trascendía el complaciente retrato del personaje, circuló con éxito por festivales más o menos marginales. En España, el Reina Sofía la incluyó en su exposición Ficciones y territorios. Arte para pensar la nueva razón del mundo. Santiago murió a los dos años del rodaje. Nombró como heredero de sus cosas al pequeño Joãozihno. El viejo mayordomo jamás llegó a verse en la pantalla.
Cuando vi Roma, la película de Alfonso Cuarón sobre la mujer indígena que cuidó de él y de sus hermanos cuando sintieron la punzada de la orfandad, no pude evitar volver a Santiago. También pensé en E.T. (otro extraterrestre al rescate de unos niños abandonados por su padre), en Mary Poppins, en Lo que queda del día o en el Jeeves de Wodehouse. Hay una larga nómina de empleados del hogar, pero ninguno como Santiago Badariotti.
Opuestas en lo principal –Roma (que acaba de llevarse dos Globos de Oro y obtuvo el León de oro en el festival de Venecia) pone al servicio de lo íntimo el inmenso espectáculo del cine mientras Santiago se aferra a lo mínimo, donde un equipo de apenas media docena de personas se enfrentan al enigma de un solo personaje–, coinciden sin embargo en el blanco y negro (el color de la memoria, dicen); en el protagonismo omnipresente de la casa familiar (la autobiografía) y, en definitiva, en la mistificación de la infancia a través de un satélite de la propia familia.
Las dos películas afrontan como pueden el asunto que amenaza su credibilidad: la infranqueable brecha de clase que separa al narrador de su protagonista. Si Moreira Salles, perteneciente a una de las familias más ricas de Brasil, convierte esa diferencia y su complejo de culpa en la médula de su película-ensayo, Cuarón hace los equilibrios propios de la ambigua clase media. Por mucho que se quiera ver lo contrario, Cleo, personaje inspirado en la mujer real que crio a Cuarón, no hace otra cosa durante las más de dos horas que dura Roma que lo mismo que hizo Santiago durante su vida: trabajar sin descanso para los demás, convertida en mula de carga —y, sí, también en ángel de la guarda— de una familia que, como todas, está a la deriva a su manera.
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