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Tribuna
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La nación real

Los países con futuro serán aquellos cuyos Gobiernos trabajen para unir a sus ciudadanos bajo el criterio del bienestar común

Joan Esculies
Manifestación en 2017 por la independencia de Cataluña
Manifestación en 2017 por la independencia de CataluñaCRISTÓBAL CASTRO

En 1983, Benedict Anderson acuñó el concepto de comunidades imaginadaspara abordar la difícil definición de nación y nacionalismo. El politólogo e historiador consideraba la nación como una comunidad política, los miembros de la cual imaginaban su comunión. No era necesario, por tanto, que estos se conociesen para considerarse parte de un mismo patrón: una comunidad limitada, soberana, que no entiende de estratificación social y que avanza unida a través de la historia. Comunidades que no por ser imaginadas eran falsas, porque para el profesor en la Universidad de Cornell el nacionalismo tenía más de sistema cultural y de construcción social que de ideología.

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En estos treinta y seis años, la definición planteada en Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism ha sido manoseada hasta la saciedad. Cuando la planteó, Anderson apenas podía suponer que hoy nos hallaríamos inmersos en una acelerada revolución digital. Los movimientos indignados que bajo la etiqueta imprecisa de populismo arraigan por doquier no habrían sido posibles sin los elementos que ofrece esta revolución, con las redes sociales al frente. Como tampoco lo habría hecho el movimiento independentista —caso particular de un malestar global— que ha tomado cuerpo en Cataluña en la última década.

Lo que sucede ahora, a diferencia de lo planteado por Anderson, es que la nación ha dejado de ser una comunidad que se imagina para devenir una que sí se conoce y que, por tanto, es mucho más real, casi tangible. El caso catalán es paradigmático. En Twitter o en Facebook, a través de WhatsApp o de Telegram, la comunidad no tiene que pensarse, sino que puede verse y comunicarse. Ya no es necesario que alguien de un extremo del territorio crea que tiene elementos en común con otra persona a doscientos kilómetros e incluso alguna que vive en otro continente. Ni tan siquiera necesita los medios de comunicación tradicionales para que se lo cuenten y le conformen una imagen de aquello que comparten; simplemente llevan a esas personas en el bolsillo y las contactan cuando y como desean.

Pretender que los dos millones de catalanes que piden la independencia se amolden al modelo de Estado nación es una pérdida de tiempo

A esta nueva realidad, en Cataluña se suman iniciativas como la que trata de desarrollar el nacionalismo catalán desde la Generalitat de una estructura gubernamental digital con conectividad 5G y tecnologías blockchain, que permita por ejemplo el voto electrónico seguro, la creación de moneda digital y todo un amplio abanico de gestión de datos siguiendo el modelo de Estonia, uno de los países más digitales. Se trata de planteamientos que pueden incomodar, pero que no se deben de entender como un sinsentido: el futuro pasa por ahí.

A partir de administraciones físicas sobre un territorio o de capitales que lo permitan financiando asociaciones o entidades, comunidades nacionales como la catalana y otras muchas que van a aparecer cada vez serán menos imaginadas para pasar a ser más reales —por paradójico que sea puesto que se lo va a permitir la virtualidad— y van a laminar, todavía más, los poderes del Estado sobre el que se asienten.

El ejemplo catalán se incrementará y será extrapolable para otras comunidades propias o inmigradas en España y en otros Estados. Los silbidos a La Marsellesa en los estadios franceses por parte de jóvenes nacidos en Francia, la airada reacción del trumpismo blanco a lo desconocido o la incapacidad manifiesta en Reino Unido de construir un sentimiento de britishness efectivo no son sino alertas de la realidad que tenemos a la vuelta de la esquina.

Los Estados-nación han tenido una época de dominio estelar como organización política, pero incluso aquellos que con sangre y fuego, burocracia, comunicación y escolarización lograron construir una comunidad imaginada para todo su territorio hoy están en retroceso. Empecinarse en hablar de las naciones de Europa para referirse a sus Estados miembros o pretender que comunidades como los dos millones de catalanes que advocan por la independencia (y otros tantos que sin hacerlo se sienten partícipes de una única nación, que no es la española) se amolden al modelo Estado-nación es una pérdida de tiempo.

Se trata de un discurso que apela a una parte del grupo dominante de cada Estado, pero que no va más allá porque la capacidad de contestación que permite hoy el mundo digital es de tal magnitud que conlleva un desgaste a todo nivel para estos Estados que les limita la competitividad en un presente cada vez más complejo. Hoy es tarde incluso para planteamientos intelectuales que entienden un Estado como una n<MC></MC>ación de naciones, puesto que muy pronto no vamos a poder contar cuántas coexisten en él. A la cabeza del futuro estarán aquellos países y sus Gobiernos que no pretendan someter a sus ciudadanos en nombre de una nación para formar parte de ellos, sino que trabajen para unirlos bajo el paradigma de los valores universales y del bienestar común.

Joan Esculies es escritor e historiador.

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