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Columna
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El caso del ladrón compadecido

Así se producen muchos de los robos actuales, desde los callejeros hasta los políticos: te roban porque no te cabe en la cabeza que alguien a quien das dinero, te vaya a coger más

Manuel Jabois
Cuatro personas comen en un restaurante con sus teléfonos móviles en la mesa.
Cuatro personas comen en un restaurante con sus teléfonos móviles en la mesa.Albert García

Ocurrió el domingo. Un hombre se acercó a la mesa de un bar a pedir unas monedas. Se echó sobre la mesa para llegar a la chica que se las estaba dando; mientras con una mano cogía las monedas, con la otra se llevaba un teléfono móvil que estaba apoyado en la mesa.

En tiempos tan zafios en los que apenas hay disimulo, y cuando lo hay se detecta rápido, la maniobra fue digna de elogio: rápida, entrenada y sin escrúpulos.

Cuando la analicé en frío en casa admiré la inteligencia del ladrón. Si uno pide en una mesa, y la mesa en pleno no da nada, lo lógico es que de paso la mesa extreme la precaución; si se accede a dar, inconscientemente se relaja. Así se producen muchos de los robos actuales, desde los callejeros hasta los políticos: te roban porque no te cabe en la cabeza que alguien a quien das dinero, te vaya a coger más.

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El caso es que el teléfono siguió emitiendo señal. Con una chica al mando de las operaciones levantando el Google Maps, unas cuantas personas nos levantamos siguiendo la luz que nos indicaba la posición del móvil por las calles de Madrid. Hasta que se paró en mitad de un parque, y allí nos metimos todos a interceptar a un señor a la carrera y a gritos, que yo pensaba si merecía la pena tanta tecnología en caso de no ser el él; el ridículo no lo hubiera compensado ni la existencia de internet. Resultó no ser el mismo que había robado el móvil, pero tenía toda la pinta de haber robado algo en la última media hora; al vernos levantó las manos y dijo: “¡Os lo doy, os lo doy!”. Hasta me sentí en una tómbola a ver qué me tocaba.

Entonces se sentó en el coche que tenía abierto a su lado, y dos de nosotros nos metimos con él mientras lo paralizábamos; quiso arrancar, pero un par de embestidas le hizo olvidar la idea. Así que nos dio un móvil, que no era. Otro, que tampoco era. Uno más, que tampoco. Caí en la cuenta de que el coche estaba puenteado.

El ladrón de teléfonos móviles no tenía el nuestro; era imposible porque sacó tres de la guantera, su coche era robado y se acercaban dos coches de la Policía Nacional.

Para entonces ya había un precioso corro de curiosos aportando opiniones y soluciones, además de algunos métodos de tortura. A mí me hace mucha gracia la gente que critica las redes sociales porque se dice que va todo el mundo allí a entender de todo. Al menos en Twitter silencias, bloqueas o no entras, o no tienes; en aquel parque uno estaba a merced de gente que dos minutos antes estaba fumando un porro y ahora estaba inventándose cifras de delincuencia callejera en el último semestre en el barrio de Tetuán.

Más allá de eso, la escena producía tristeza. El hombre —un ladrón alto, corpulento— nos pedía calma y nos pedía perdón. Yo luego pensé: claro, el que roba no sabe a quién le roba. Quizá esté pensando, aunque obviamente no era el caso, que lo mejor que le puede pasar es que llegue la policía cuanto antes.

Pero en cualquier caso se produjo algo que varios no pudimos controlar: una especie de lástima que yo había visto en algunos pijos de sentimientos sofisticados, pero no había experimentado como propia. No por el móvil, sino porque el ladrón apenas había mostrado resistencia: no había sido un malo absoluto, sino un malo resignado. Era evidente que formaba parte de una banda, porque el móvil había estado allí y ya no estaba, y él mismo tenía un vivero de ellos. Pero el hecho de que no intentase pegarnos y escapar, el hecho de que no sacase ningún arma, el hecho de que no nos insultase o no se hubiese fajado con nosotros, nos hizo compadecernos de él.

Había permanecido callado y en pie esperando la detención, e insistía en que no tenía nuestro móvil, algo que a esas horas ya era evidente. Cuando llegó la policía se registró en profundidad el coche, se le volvió a interrogar, se buscó el teléfono por los alrededores. A él lo esposaron, lo metieron en el coche y se lo llevaron. Intenté pensar en la alegría de la gente que recuperaría su teléfono y su coche, en toda la gente que no éramos nosotros.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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