Gibraltar gibraltareño
Nada sustancial se moverá en este litigio eterno si no se asume que la gente del peñón tiene una conciencia aguda de sí misma
Manu Leguineche decía que, de todos los pueblos que conoció, el gibraltareño es el que más quiere a sus banderas, y aunque yo conozco muchos menos pueblos que él, le doy la razón: en ningún otro sitio he sentido un nacionalismo con tan pocos complejos, tan kitsch y tan apabullante. El lema British we are, British we stay se imprime en cualquier superficie, desde postales hasta banderolas y camisetas, y no se desaprovecha ocasión ni rinconada para subrayar la vinculación de la ciudad con el Imperio Británico, porque la Roca es el único lugar del mundo donde tal imperio sigue existiendo.
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Rara vez se comenta este talante irascible cuando se debate sobre el estatus y la soberanía, y, sin embargo, el futuro de Gibraltar depende de su comprensión. Más allá de los juegos de poder, más allá de la diplomacia y más allá de los alardes y chulerías que se intercambien entre Londres y Madrid, los gibraltareños se han armado muy bien y se han asegurado de que ningún Gobierno les pase por encima. La Constitución de 1969, que otorga una autonomía amplísima, deja bien claro que Reino Unido no puede negociar ningún cambio sin la aprobación de los gibraltareños, expresando por ley una conciencia nacional que despertó en 1945.
La Segunda Guerra Mundial fue un parteaguas en la historia de Gibraltar. En 1940, la población civil fue evacuada a la metrópoli, a Jamaica y a otros territorios británicos. Los gibraltareños lo pasaron muy mal en el éxodo por una razón que sorprendió al Gobierno: más de dos siglos después de Utrecht, apenas sabían hablar inglés. Esto se solucionó tras la guerra con la creación de un sistema escolar británico que, generación tras generación, acercó a los llanitos a Reino Unido y los fue distanciando de España. El cierre de la verja (1969-1985) aceleró ese proceso cultural de extrañamiento hacia España. Hoy empieza a darse un fenómeno que nunca se había producido: ya hay gibraltareños que no hablan castellano o lo hablan muy mal. Más numerosos son los que tienen problemas para escribirlo con corrección. La élite (incluyendo a todos sus últimos ministros principales) se ha educado en universidades británicas.
Algunos jóvenes distinguen entre “ingleses” y “británicos”; los primeros son las autoridades de la metrópoli y los segundos son ellos mismos
Dos antropólogos gibraltareños, Andrew Canessa y Jennifer Ballantine Perera, han explorado este proceso recogiendo cientos de testimonios que cuentan qué significa vivir en el último reducto del Imperio Británico. La tesis es que los llanitos han ido empoderándose desde 1945, rebelándose con discreción pero con tenacidad, contra una historia que no les tiene en cuenta. Se percataron de que los libros de texto solo hablaban de Gibraltar en términos militares. Su pueblo era una lista de fechas, batallas, tratados y generales. Trafalgar y Horatio Nelson. Utrecht y Winston Churchill. Pero no había figuras ni relatos de la sociedad civil. No se contaba la importancia de la comunidad judía, por ejemplo, o la relevancia de los hijos ilustres de la colonia. Incluso la tradición literaria sobre Gibraltar, escrita, en muchos casos, por soldados, como Anthony Burgess o Ian Fleming es profundamente despectiva, describiéndolo como uno de los lugares más desagradables del planeta.
Ese orgullo local, que en sus formas más groseras se manifiesta como chovinismo gritón (British we are, British we stay), ha ido macerando en una autoconciencia que hace que algunos jóvenes distingan entre “ingleses” y “británicos”. Los primeros son las autoridades de la metrópoli, los militares o el gobernador nombrado por su majestad. Los segundos son ellos mismos. Ser británicos les identifica como parte de un cuerpo político supranacional, pero claramente autónomo de la metrópoli. En mis visitas a la ciudad me he encontrado con chavales convencidos de que los “ingleses” están ahí para proteger a los “británicos”. En casi todos los ámbitos se obvia el carácter colonial de la sociedad gibraltareña (algo, por otra parte, muy propio de las sociedades coloniales).
Al mismo tiempo, la posibilidad de aislarse del entorno con una frontera dura aterroriza a todo el mundo, no solo a los casi 15.000 trabajadores transfronterizos que cruzan la verja a diario desde La Línea, sino a la inmensa mayoría de los gibraltareños, un 96% de los cuales votó remain en el referéndum del Brexit, dejando claro que les gusta mucho su vida tal y como estaba entonces, en el seno de la UE, y que lamentan profundamente cualquier cambio.
El embrollo de Gibraltar pasa por comprender ese proceso y esa querencia por las banderas que apostillaba Manu Leguineche. Nada sustancial se moverá en este litigio eterno que la mayoría de la sociedad española se toma casi a chiste si no se asume primero que la gente del Peñón tiene una conciencia agudísima de sí misma y la ha sabido articular políticamente.
Sergio del Molino es escritor. Su último libro es Lugares fuera de sitio (Premio Espasa de Ensayo 2018).
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