Curiosidades del metro de Madrid
Un viaje en el tiempo inspirado por el centenario del suburbano madrileño
El metro es más que un medio de transporte: es una forma de viajar por la historia, de seguir en primera línea la evolución de una ciudad y de sus habitantes. Yo utilizo casi a diario el de Madrid, con el que tengo una larga relación de amor y odio, una fascinación que se remonta a cuando tenía cuatro años y mis padres se vinieron a vivir a la capital desde un pueblo de Segovia. Para la imaginación montaraz de un niño de provincias el metro era algo incomprensible: ¿escaleras que se mueven solas? ¿Túneles bajo tierra, como los de un hormiguero? ¿Y cómo te metes ahí dentro? ¿Acaso te vuelves pequeñito?
En aquella época —a comienzos de la década de 1960, un tiempo muy, muy lejano, como en los cuentos—, unas placas de metal en el interior de los vagones advertían de que estaba prohibido escupir, fumar o llevar el cigarro encendido, y de que los asientos estaban reservados a los caballeros mutilados. Los vagones, remachados y pintados de color rojo cereza, tenían el aire de un viejo submarino. El ramal que discurre en superficie por la Casa de Campo todavía se llamaba Suburbano, y contaba con un ascensor que muchas veces no funcionaba.
Mi primer descenso al inframundo subterráneo de Madrid fue a través de la marquesina con ascensor que había en Red de San Luis (el cruce de la Gran Vía con las calles Montera, Fuencarral y Hortaleza), diseñada por Antonio Palacios (1847-1945), uno de los arquitectos que más contribuyeron a crear la imagen actual de Madrid, ecléctico autor de edificios como el Círculo de Bellas Artes o el antiguo Palacio de Correos en la plaza de Cibeles. El templete original permaneció en funcionamiento desde 1919 hasta 1969, cuando se realizaron obras para que la línea 5 de metro también pasara por Gran Vía, y hoy está en un parque de Porriño (Pontevedra), su pueblo natal. El proyecto de reforma de la estación de Gran Vía incluye instalar una réplica del icónico elevador.
Hacia 1917, Palacios se convirtió en el principal arquitecto de la Compañía Metropolitana Alfonso XIII, como se conoció hasta 1931 la primera red de metro de Madrid, un proyecto impulsado por los ingenieros Antonio González Echarte (1864-1942), Miguel Otamendi (1878-1958) y Carlos Mendoza (1872-1950). El 17 de octubre de 1919, el rey Alfonso XIII, bisabuelo de Felipe VI y uno de los principales accionistas del proyecto (dos mil títulos valorados en un millón de pesetas de entonces), se convirtió en el primer viajero de la línea Norte-Sur, un trayecto de 3,48 kilómetros que recorría, a 25 kilómetros por hora, la distancia entre Puerta del Sol y Cuatro Caminos con paradas en las estaciones de Ríos Rosas, Martínez Campos (Iglesia), Chamberí (hoy convertida en museo), Bilbao, Hospicio (Tribunal) y Red de San Luis (Gran Vía). El 31 de octubre de ese mismo año abrió al público; solo ese día, más de 56.000 viajeros utilizaron el suburbano.
Palacios diseñó todas las bocas y estaciones; para atenuar las reticencias del público a meterse bajo tierra sin estar muertos, empleó acabados brillantes y luminosos en túneles y andenes, con los característicos azulejos blancos biselados y cenefas de esmaltes dorados y azul cobalto. “Las estaciones tienen todas la misma longitud de 60 metros y los andenes a cada lado son de tres o cuatro metros de anchura, según su importancia, quedando cubiertas por una bóveda revestida de azulejos blancos biselados que, al reflejar la luz de los potentes focos de iluminación eléctrica que se instalen, contribuirán poderosamente a dar un carácter muy alegre a estas estaciones subterráneas”, escribía Miguel Otamendi en un artículo sobre el proyecto del Metropolitano publicado en el número 2.225 (mayo de 1918) de la Revista de Obras Públicas.
El metropolitano madrileño fue, junto con Telefónica, una de las primeras grandes empresas españolas en emplear a mujeres. Las taquilleras debían cumplir con un requisito: ser solteras; aquellas que se casaban pasaban a excedencia forzosa. Metro consideraba que los deberes que impone atender un hogar eran incompatibles “con los que el desempeño del cargo que el Metropolitano exige debido a la rigidez del servicio”.
La estación fantasma
En sus casi cien años de historia, el metro de Madrid ha pasado por diversas fases de ampliación, las primeras en la década de los años veinte con la extensión hacia Atocha, Vallecas, Quevedo, Tetuán y Ventas. En septiembre de 1921, durante las obras de ampliación de la Línea 1, dos ancianas cayeron por un socavón en la calle Magdalena y llegaron hasta una galería de servicio. Al ver a los obreros con el torso desnudo y la cara tiznada, las mujeres comenzaron a gritar porque creían estar en el infierno. El metro siguió creciendo en los años treinta y la II República, cuando el suburbano pasó a llamarse metropolitano de Madrid eliminando el nombre de Alfonso XIII. En la Guerra Civil sirvió como refugio de los madrileños durante los bombardeos y sus trenes se utilizaron en numerosas ocasiones como ambulancias.
Los motores del ‘Titanic’
En 1966, durante una de las ampliaciones del metro, se cerró la estación de Chamberí. Durante más de tres décadas, fue un andén fantasma que se vislumbraba como una ráfaga de anuncios ajados y pintadas desde los trenes que circulaban por la Línea 1. Más de 30 años después del cierre, cuando ya metro contaba con cerca de 300 estaciones, se emprendió su recuperación, al igual que la nave de motores de la central térmica de Pacífico, hoy convertida en museo. Esta última es un espacio que haría feliz a cualquier amante de la estética steampunk: enormes engranajes de acero pavonado, diales, transformadores, alternadores, conmutatrices hexafásicas, calderas de aire comprimido, depósitos de aceite, rectificadores de mercurio y tres enormes motores diésel, de 1.500 caballos cada uno, que evocan la sala de máquinas de un transatlántico.
La central de motores de Pacífico se terminó de construir en 1923 para solventar los frecuentes fallos del suministro eléctrico en la red del metro. La instalación podía transformar la corriente alterna suministrada por las compañías en la corriente continua que emplean los trenes, y en caso necesario, también generar su propia energía. Durante casi toda la Guerra Civil (1936-1939) abasteció de electricidad a la población de Madrid, sitiada por las tropas de Franco. El gasoil empleado para alimentar los motores costaba entonces 375 pesetas por tonelada (2,25 euros). La instalación de esta compleja maquinaria corrió a cargo de Carlos Laffitte, el ingeniero donostiarra que se ocupó de la electrificación del metro de Madrid, dirigido por Miguel Otamendi, mientras que la construcción de la nave fue obra del arquitecto Antonio Palacios, que extendió el uso de azulejos biselados a los edificios auxiliares de metro como imagen de la compañía.
La creciente regularidad del suministro eléctrico al metro hizo innecesaria la producción de energía, y la sala de motores de Pacífico quedó definitivamente fuera de servicio en 1972. Las obras de rehabilitación de la nave, a cargo del arquitecto Carlos Puente, recuperaron el aspecto original de edificio; también se limpió y restauró la maquinaria empleando técnicas arqueológicas de restauración de metales. Desde 2008, tanto la nave de motores, ubicada en la calle Cavanilles, como la estación de Chamberí, en la plaza homónima, se pueden visitar de manera gratuita (consultar horarios).
La fuente de los siete caños
Otro fantasma subterráneo: el de la monumental fuente de los Caños del Peral, ideada en 1565 por Juan Bautista de Toledo, cuyos restos aparecieron bajo las obras del metro de Ópera. Justo al lado se encuentra el Teatro Real, con su planta en forma de ataúd y su caja escénica, un enorme vano en el que cabría el edificio de Telefónica de la Gran Vía madrileña. Por dentro, el edificio de factura neoclásica y planta con forma de ataúd que mira al Palacio Real y da la espalda a la ciudad se asemeja a un transatlántico, con una tripulación permanente de unas 500 personas (a las que habría que añadir los cerca de 200 artistas involucrados en cada producción operística), y los espectadores (1.745 de aforo máximo) como pasajeros. Tiene 22 plantas, ocho de ellas subterráneas, que albergan camerinos, salas de ensayo, talleres de vestuario y de utillaje, tintorería.
El metro de Madrid cuenta hoy con 294 kilómetros repartidos en 15 líneas y 301 estaciones, en una red que cubre la capital y que se conecta con otros doce municipios: Leganés, Getafe, Fuenlabrada, Móstoles, Alcorcón, Alcobendas, San Sebastián de los Reyes, Coslada, San Fernando de Henares, Arganda del Rey, Pozuelo de Alarcón y Boadilla del Monte. Es la tercera red del mundo en número de estaciones y la cuarta en extensión por detrás de Nueva York, Londres y Moscú. El pasado 17 de octubre, coincidiendo con el inicio de su centenario, se inauguró una exposición de trenes y antiguos vagones de metro en la madrileña estación de Chamartín. Se puede visitar los viernes, sábados y domingos de 10:00 a 14:00. La entrada es gratuita para todos los viajeros del metro.
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