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Columna
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Espectadores impávidos

Nuestra morbosa atención es el elemento clave que permite trasmutar un momento trágico en una eficaz escenografía

Máriam Martínez-Bascuñán
DIEGO MIR

Clausnitz, hace dos años: un autobús de refugiados es recibido por un grupo de neonazis al grito de: “¡Nosotros somos el pueblo!”. Es, por supuesto, un ejercicio de autoafirmación que solo busca señalar con odio a una población que se considera intrusa. El acto de erigirse en pueblo es siempre un ejercicio de poder y osadía de un grupo que se arroga la capacidad de representarlo, para lo cual se vale de dinámicas de inclusión y exclusión. La paradoja de esta acción performativa es que, mientras se apela al corazón de la democracia por excelencia (el pueblo), se trata en realidad de un acto profundamente antidemocrático al que Merkel, con valentía, siempre contestó con firmeza: “El islam forma parte de Alemania”.

Las imágenes de aquel momento espeluznante quedaron inmortalizadas en YouTube y, durante unos días, todos pudimos contemplar con espanto el espectáculo, porque de eso se trataba. “¿Qué es lo que veo?”, se pregunta Carolin Emcke en Contra el odio, un ensayo que comenta la escena. Se refiere a ese círculo que protagonizaban refugiados y fascistas, pero sobre todo a ese otro grupo de personas que lo completaba y que ha pasado inadvertido en la mayoría de crónicas sobre el incidente. Los espectadores de la barbarie son la pieza del puzle que completa la imagen: “Probablemente hubo personas que se encontraban allí por puro morbo o por el mero entretenimiento que entraña cualquier provocación y que saca al individuo del tedio de su rutina diaria”, señala Emcke.

¿Cómo mantener la pluralidad de opiniones o un espacio público civilizado cuando aceptamos que se rompan las líneas rojas que pensábamos sagradas simplemente porque llaman nuestra atención? En el caso de Clausnitz, los agresores necesitaban a los espectadores para proclamarse pueblo, y aunque aquellos no manifestaron su odio a los refugiados, su mera presencia los hace corresponsables de convertir todo aquello en un espectáculo: sin audiencia, lo sabemos, no hay circo. Nuestra morbosa atención es, de hecho, el elemento clave que permite trasmutar un momento trágico en una eficaz escenografía, y contribuye también a poner en peligro a las víctimas que, degradadas por su pública exposición, smartphones mediante, se convierten así en puro objeto de divertimento. Por eso el odio que los matones escupen sobre nuestro espacio común es una representación, una ceremonia, un desfile: un espectáculo orientado a un público que, tristemente, incrementa su atención cuanto más extravagante y peligrosa es la provocación. Mientras, como si no importase, se van rompiendo más y más límites al ritmo de la liturgia de nuestros días: Show must go on!

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