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Tribuna
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Feliz aniversario

El 6 de diciembre celebramos la restauración de la Democracia mediante la aprobación de la Constitución, una herramienta que es necesario leer, pero los encargados de hacerlo están fracasando

Antonio Rovira
Eduardo Estrada

¿Qué festejamos el 6 de diciembre? Sin duda nuestro acontecimiento político más glorioso, porque también se conmemoran momentos tristes y se recuerdan derrotas. En este caso celebramos la restauración de la democracia mediante la aprobación de la Constitución, que por fuerza está un poco gastada pero a la que le rendimos culto por los grandes servicios prestados.

¿Qué es pues la Constitución? Desde luego no es el fin, no tiene nada que sea trascendente. La Constitución es una herramienta. ¿Hay que recordarlo? Es un producto nuestro, incluso demasiado nuestro, parcial, imperfecto, caprichoso, interesado, que envejece como cualquier otra materia. Es un contrato social con un montón de cláusulas, enunciados y palabras que ordenan una comunidad estableciendo quién puede ejercer el poder y en qué condiciones, cómo se hacen las leyes y cuáles son nuestros derechos. Y, como todo contrato, resulta más difícil reformarlo que aprobarlo.

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Además, en la Constitución nada puede darse por sentado porque sus palabras también son apariencia, aproximación, juego y nunca son inofensivas, siempre esconden intenciones. No tenemos otra forma de hacer las cosas. Los enunciados de la Constitución también son una máscara y no son nada hasta que se aplican.

Pero por muy enciclopédica que sea la Constitución, es muda, necesita que alguien hable por ella, y ahí está el problema porque, cuando hablamos, cuando interpretamos, lo hacemos con nuestro cerebro y por tanto a partir de prejuicios, ideologías e intereses que fácilmente pueden hacer decir a la Constitución lo contrario de lo que nos propusimos que dijera.

Entonces, ¿quién manda? Sin duda aquellos que dan voz a las palabras, aquellos que disponen de los medios para dominarlas, eso es todo porque una misma palabra cambia de sentido de acuerdo con la fuerza que se apodera de ella, y, claro, ahora que regresa el runrún autoritario y espiritual, si no fabricamos resistencias y desvelamos sus intenciones, estamos perdidos y ya vamos un poco contra corriente.

Pero ¿cómo íbamos a imaginar que las palabras fundamentales correrían tanto peligro? Solo hay que ver cómo se están transformando conceptos como democracia, Constitución, libertad, federalismo… Y qué me decís del término “seguridad”, bajo el que se han logrado los mayores avances en derechos y libertades y ahora se utiliza para justificar desproporcionadas e insólitas restricciones y sanciones.

Cuando la Constitución dice “libertad” no se está refiriendo a la libertad formal sin efectos ni consecuencias

No es esto. La seguridad no se logra automáticamente cuando se aprueba la Constitución, cuando se crea un determinado orden con sus instituciones y procedimientos. Qué fácil sería. Las dictaduras proporcionan siempre orden, incluso certeza, pero también temor y mucha inseguridad. ¿Cómo podemos olvidarlo?

En cambio, en democracia, el derecho a la seguridad consiste en vivir con el convencimiento de que el orden constitucional garantiza efectivamente las exigencias humanas de libertad, igualdad, justicia, solidaridad…, que vivimos con la tranquilidad, con la convicción de que nuestros derechos están protegidos frente a los demás y frente a los más fuertes.

Seguridad entonces no solamente por el orden instaurado, sino por el resultado alcanzado, por la certeza de que podemos expresarnos sin temor a ser censurados o incluso sancionados por una canción de mal gusto, que podemos manifestarnos sin temor a ser sancionados con desproporcionadas e intimidatorias multas y que podemos pasear de madrugada por la plaza Mayor sin temor a ser asaltados o detenidos, y cuando pasa, conocemos el camino para encontrar protección.

Otras palabras sin embargo no cambian, simplemente se vacían hasta no decir nada. Las repetimos, pero sin convicción, y como el eco se van desvaneciendo hasta que dejamos de entenderlas. “Federalismo”, por ejemplo, ¿acaso es una posición que puede realizarse o se dice porque no se sabe qué otra cosa decir, como un gesto, una pose que ni se siente en la piel ni acelera los latidos del corazón? De lo que no tengo duda es de que la palabra federalismo se ha convertido en un trasto, en una carga que por sí sola divide y frena cualquier acuerdo. Además, es una palabra que nace del recuerdo y nuestra experiencia federal no es precisamente ejemplar.

Quizá se quiera utilizar como un inapelable argumento técnico, la técnica como única verdad, pero jurídicamente el federalismo también se ha vaciado, y si no que me expliquen cómo se autentifica un sistema federal y con qué criterios: origen, competencias, un Senado…, y quién firma el certificado. En fin, ¿qué es lo que lo hace único? ¿Qué le falta a nuestra autonomía para ser digna de su nombre?

Estamos metidos en una época de decadencia política donde las instituciones están desapareciendo

Admitámoslo, el federalismo como modelo ya no supone una diferencia. ¿Dónde quedan las viejas relaciones entre los Estados basadas en la idea de soberanía? Solo veo federalismos centralizados y cooperativos con fórmulas para compartir responsabilidades entre los niveles estatal, federal y con base en la teoría de las relaciones intergubernamentales, que insiste en la idea de relación antes que en la de conflicto para decidir qué Gobierno hará frente a cada una de las demandas ciudadanas y quién va a financiarlas. ¿Acaso no es esto lo que estamos discutiendo aquí? En fin, que la confrontación entre federalismo y autonomía no se sostiene, son conceptos que no tienen un significado más allá del ordenamiento que los utiliza y concretarlos es la tarea política de cada uno de ellos.

Y, ¿cómo no?, también se está trivializando la “libertad”. Cuando la Constitución dice libertad no se está refiriendo a la libertad formal sin efectos ni consecuencias, sino a la libertad en concreto, la libertad de elegir, de equivocarse, a la libertad como autonomía personal, como la capacidad para poder decir “no”, porque defendemos los derechos humanos para realizarnos, pero también para defendernos y resistir.

¿Y los deberes?, me preguntan los escépticos. Respetar tus derechos es mi deber, les contesto. Cuando decimos derechos también estamos diciendo deberes, obligaciones, restricciones, límites. Que no se preocupen, no puede haber derechos sin deberes, pero, ¡ojo!, tampoco debe haber deberes sin derechos.

Pues bien, los derechos/deberes son la finalidad de la Constitución, y con esto sería suficiente si no fuera porque es muda y hay que leerla, hay que aplicarla y los encargados de hacerlo están fracasando. Estamos metidos en una época de decadencia política donde las instituciones, los poderes, el propio Estado y por supuesto la Universidad, tal como eran, están desapareciendo. Existen pero han perdido el poder y ha empezado su descomposición. ¿No veis cómo se están hinchando? Han perdido la vida aunque seguirán existiendo durante décadas, y el que no lo vea es porque no se atreve a mirarlos.

Pero, a pesar de todo, “¿por qué otro mundo, Señor, si para mí, como este, no puede haber otro mejor?” (J. Maragall).

Antonio Rovira es catedrático de Derecho Constitucional, director del máster en gobernanza y derechos humanos (Cátedra Jesús de Polanco. UAM/Fundación Santillana)

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