Hay sonrisas que te parten el alma. Así, sin edulcorantes. Encontré la mía en una ‘idílica’ isla de Grecia, Samos, uno de los principales puntos de entrada a Europa de las miles y miles de personas que escapan de la guerra en Siria, Afganistán y otros tantos mataderos abiertos en los márgenes del mundo, y en los que llueven bombas con rencor, con el único argumento del insomnio de las armas.
Allí, en la zona portuaria de esta isla, un grupo de cooperantes de Cruz Roja Española ha desplegado una Unidad Móvil de Salud y ha montado un ‘Espacio Feliz’ para los menores refugiados, un lugar para actividades de ocio y juego para unos peques acostumbrados a la sordidez de la guerra.
Una de las cosas que más les gusta a los peques, que, al parecer, son bastantes parecidos a los nuestros, es jugar con la plastilina, dibujar y hacer aviones de papel. Sí, son muy parecidos a nuestros peques, pero no iguales. Porque los aviones de papel que hacen los pequeños refugiados sirios están cargados de bolitas de plastilina.
Me apresuré a tomar uno de estos aviones y me atreví a ‘corregir’ a los niños porque, al jugar con ellos, caían trozos de plastilina que habían puesto dentro. Y allí, en una idílica isla de Grecia, la sonrisa de un niño que me explicaba que eran bombas me trepanó un trozo de alma. Sin anestesia.
Imaginaos cómo tiene que sentirse una persona que asiste a una madre refugiada que ha perdido a uno o varios bebés en esa travesía, a personas deslomadas con sus hermanos discapacitados a hombros, a un hombre con cáncer que no quiere morir en Siria… a personas que llegan ‘sobrepasadas’. No se hace pie en sus ojos. ¿Qué puede llevar a una madre a subirse a un bote con riesgo de muerte para sus pequeños? Creo que es fácil imaginar que, desde Siria, la llamada al infierno es tarifa local.