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Tribuna
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Los niños perdidos

Quienes se exiliaron a otros países para ganarse la vida fueron dibujados como amantes de la aventura, no como seres adultos en busca de oportunidades

Una mujer usa un móvil en la puerta de una oficina de empleo en Sevilla.
Una mujer usa un móvil en la puerta de una oficina de empleo en Sevilla. PACO PUENTES

La sociología —discúlpeme, sociología— arroja miguitas de pan, y así no se extravía del camino. A esas pistas las ha llamado etiquetas, hashtags si lo quieren: millennialspor una cuestión cronológica, generación Y por cosa de árboles y ramas —a los anteriores los nombraron X, la incógnita frente a la concreción del yo—, generación Bumerán —porque regresamos a la casa familiar, y nos independizamos, y luego volvemos a la cama de 90, y el ciclo se reactiva— o generación Peter Pan. Con esta última no pienso en el casi adolescente que se negaba a crecer, aterrado por las responsabilidades, sino en los niños perdidos: esos personajes que renunciaron a sus nombres, algunos disfrazados y otros sin voz y que escondieron su infancia eterna, sabiendo que algo fallaba, asumiéndolo porque no existía otra opción.

La metáfora me sirve —discúlpenme, metáforas— para pensar en estos últimos 10 años. El mundo tal y como lo habían dispuesto para quienes rondábamos los veintitantos se derrumbó: entre los escombros quedaron sepultadas la clase media y los derechos sociales; la leyenda del empleo estable y el ahorro y la vida tranquila, casi un cuento de buenas noches en nuestro imaginario. Ocurrió para todas, para todos, de cualquier edad, no de cualquier origen; pero arrasó con quienes vivían lejos de los privilegios, y golpeó con crudeza a quienes empezábamos a caminar.

Los pasos atrás nos llevaron atrás, y atrás nos hemos quedado. Una década después del inicio de la crisis, tengo la sensación de que no se trata de un simple ciclo: quienes pagan hoy menos que anteayer no pagarán más cuando recuperen sus ingresos —si es que bajaron: quienes vivían muy bien apenas lo notaron, igual que un guisante bajo el colchón—, y quienes exigen hoy más no exigieron menos cuando el presupuesto no alcanzaba. Tampoco me refiero a que antes todo marchase mejor, sino a que ahora casi nada marcha como debiera.

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Quienes se exiliaron para ganarse la vida fueron dibujados como amantes de la aventura, no como seres adultos en busca de oportunidades

Nos hemos curtido en la precariedad: en el trabajo basura, en el paro, en la vida adolescente tres lustros más tarde de lo que nos correspondería. Compartimos piso a destiempo, invertimos nuestro sueldo en infraviviendas que nos escandalizaban poco antes de todo. Hemos aceptado trabajos por debajo de nuestra formación o capacidad, durante más horas de lo estipulado, y hemos trabajado gratis, sin cotizar, como falsos autónomos. Acepta esta beca, porque aprenderás. Encadena con esta otra, por acumular currículos. Y la de después, por si surge alguna oportunidad, porque mejor en una oficina —aunque no cobres— que de brazos cruzados. Nuestras condiciones laborales empeoraron con respecto a las de las generaciones anteriores, las de los hermanos de los que heredábamos la ropa, la de los padres y las madres que nos insistían en que estudiar nos resolvería el futuro. El mileurista es, por afortunado, un animal mitológico: cobramos menos en peores condiciones. El consuelo de tontos con su mal de muchos, claro, porque la situación se expande al resto de la sociedad, pero nosotros lamentamos lo que hemos conocido.

Nos enfrentamos —millennials, tachados con la Y, bumeranes, niños perdidos— a una sociedad que nos ha infantilizado: quizá la falta de oportunidades —toca ganárselas, generárselas, claman los gurús: fracasa otra vez, tus errores son tus medallas y demás parloteo que te empuja hacia el fondo cuando ya te has hundido— avergüence menos si parecemos no merecerlas. Nos cuentan que quienes tenemos treinta y tantos años, veintimuchos, consumimos nuestra vida frente a una pantalla, sin más aspiraciones que clicar en titulares llamativos o comunicarnos de like en like: quien hace algo, quien logra algo, destaca más por rareza que por mérito. Nos restan madurez, capacidad de decisión. Quienes se exiliaron para ganarse la vida se dibujaron —en discursos políticos, en simpáticos programas de televisión— como amantes de la aventura, no como seres adultos en busca de una oportunidad que aquí les faltaba. Nuestra diáspora se transformó en una fotografía pixelada que informaba a través de las redes sobre en qué ciudad remota levantaba su vida, fregando qué váter o aprendiendo cuál idioma de país con estadísticas felices. Nos han vendido que si este fin de semana nos quedamos en casa —¡tenemos casa!— no evitamos gastar el dinero que nos falta, sino que practicamos una tendencia de lifestyle llamada nesting. Los anglicismos lo suavizan todo.

Nos levantamos entre los escombros. Se levantaron los movimientos sociales, la empatía, la conciencia de que lo común importa y que desde lo común se construye. Se levanta el feminismo, desde luego, concebido como una gran lucha por la igualdad y contra la discriminación, que incluye el género pero también la raza, la clase social... Las voces las recuperamos; nos liberamos del disfraz, empezamos a llamarnos por nuestros nombres verdaderos. Abandonamos el refugio de los niños perdidos. ¿Nos permitirán levantar nuestra casa propia?

Elena Medel es escritora y editora. Su libro más reciente es Todo lo que hay que saber sobre poesía (Ariel, 2018).

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