El precio del odio
El atentado contra una sinagoga refleja el creciente antisemitismo en EE UU

Todas las matanzas empiezan primero con palabras. El ambiente de odio racista que se ha ido creando en Estados Unidos desde hace dos años, la multiplicación de insultos antisemitas tanto en las calles como en las redes sociales —la Liga Antidifamación contó 7,5 millones de mensajes injuriosos entre septiembre y octubre en Twitter— ha desembocado en una tragedia, el ataque terrorista contra la sinagoga de Pittsburgh durante la que Robert Bowers asesinó a 11 personas. Se trata del mayor crimen antisemita de la historia de Estados Unidos.
El antisemitismo, desgraciadamente, forma parte de la cultura europea desde las Cruzadas y ni siquiera el mayor crimen de la historia, el exterminio de seis millones de judíos por parte de los nazis, ha sido capaz de erradicarlo. En Estados Unidos, aunque siempre presente en el discurso de los movimientos neonazis, parecía agazapado frente a otras formas de racismo y discriminación más evidentes. Hasta ahora: en 2017 los incidentes antisemitas subieron un 57% en EE UU, con algunos especialmente graves, como la marcha de supremacistas blancos en Charlottesville de agosto de ese año, durante la que se gritaron consignas como “los judíos no nos reemplazarán”. Ante esa manifestación, el presidente Donald Trump mostró una reacción especialmente intolerable cuando equiparó a los que desfilaban con antorchas y lemas racistas con los que protestaban contra ellos.
El antisemitismo es muy peligroso y envenena la sociedad desde sus cimientos, no solo a través de aquellos fanáticos que son capaces de llevar su odio hasta el extremo de la violencia, sino a causa de todos los que lo justifican, lo minimizan o lo convierten en una idea tolerable. Trump puede argumentar que es un amigo de Israel, que su hija y su yerno son judíos, pero su tolerancia con los supremacistas blancos o su obsesión con el financiero George Soros ayudan a crear el ambiente de odio que, al final, puede desembocar en el asesinato. Eso fue lo que le reprocharon muchos habitantes de Pittsburgh que protestaron contra su visita del martes a la ciudad. Y, lamentablemente, lo mismo puede decirse de algunos dirigentes europeos de la ultraderecha, que comparten y difunden las mismas obsesiones de claros tintes antisemitas.
Los ataques contra Soros son especialmente reveladores. Este filántropo y financiero judío, que ha invertido millones en cimentar la sociedad civil en Europa del Este, es responsabilizado —y no se trata de ninguna broma— de querer contaminar la raza blanca con oleadas de inmigración. Por eso, ha sido acusado de financiar la caravana de inmigrantes que se dirige hacia EE UU y que se ha convertido en uno de los temas centrales de las legislativas del 6 de noviembre. No importa lo grande y ridícula que sea la mentira: ha sido apoyada por el propio presidente y por algunos políticos republicanos. Esa idea de financieros judíos todopoderosos que dominan los hilos del mundo para destruir a una raza pura se encuentra en el corazón del antisemitismo más peligroso, el que impulsó los pogromos en Rusia en el siglo XIX —y redactó el panfleto Los protocolos de los sabios de Sión— y el nazismo. Ignorarlo es ignorar las advertencias de la historia. La tragedia de Pittsburgh es, desgraciadamente, una prueba de ello.
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