Ambiente tóxico
La crispación daña mucho más a las instituciones que a los rivales
Acusar a un presidente del Gobierno de colaborar en un golpe de Estado, como hizo en el Congreso de los Diputados el líder del Partido Popular, Pablo Casado, revela una inequívoca voluntad de radicalizar el ambiente político para dinamitar cualquier posibilidad de entendimiento entre los grupos y bloquear así la operatividad del Parlamento. La crispación es una vieja y repetitiva estrategia que consiste en envenenar el ambiente político, evitando debatir sobre asuntos concretos y relevantes, porque lo único importante es deslegitimar al adversario criticando no ya sus actos, sino el mero hecho de que ocupe el poder.
Todos los presidentes de la democracia, y de manera más sistemática e, incluso, brutal, los tres socialistas, han padecido en diversos grados esta devastadora estrategia que busca fundamentar la alternancia, no en una confrontación racional entre programas, sino en la creación de climas de opinión que enardezcan a los propios votantes y hagan desistir a los del rival. El resultado es conocido: la descalificación gruesa apela a los peores instintos y reduce el Parlamento a simple escenario de un espectáculo muchas veces bochornoso. La descalificación en sede parlamentaria tiene graves consecuencias sobre la dinámica política y conduce al sistema a un escenario anómalo.
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Pero además, la denigración del adversario como estrategia política pone de manifiesto que hay grupos políticos que menosprecian el valor de las ideas o de los programas de oposición críticos con el Gobierno, pero compatibles con la lealtad a las instituciones y la defensa de los intereses generales. Esta forma de retórica política promueve en la sociedad una peligrosa polarización, sentando además las bases para que se interprete como traición cualquier aproximación entre bandos progresivamente más radicalizados. La descalificación sumaria, la performance grosera, el uso sistemático de la hipérbole, la simplificación hasta el absurdo de los argumentos o el vaciamiento del sentido de las palabras buscando simplemente la excitación de las emociones, no solo dañan la calidad del debate público y la dinámica institucional, sino que tienen un efecto tóxico sobre la ciudadanía. El problema no es solo que el principal líder de la oposición llame golpista al presidente del Gobierno, el problema es que los millones de votantes que lo secundan pueden acabar creyendo que el país está en manos de un Ejecutivo que ha alcanzado el poder por procedimientos espurios y no a través de alguna de las vías señaladas perfectamente por la Constitución.
Una cosa es criticar y controlar la acción de gobierno con dureza, y otra manifestarse en el Parlamento como si determinados Gobiernos constituidos de acuerdo con los procedimientos constitucionales fueran ilegítimos. Un camino es propio de la política democrática mientras que el otro conduce al descrédito de las instituciones. De la crispación solo sacan réditos aquellos que quieren destruirlas, valiéndose de un lenguaje enconado que primero limita la posibilidad de alcanzar consensos necesarios y, después, provoca una división irreconciliable tanto entre los partidos como entre los ciudadanos.
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