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Columna
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Guerra a la desigualdad

El alcance de la devastación de la crisis lo vamos intuyendo en el aumento de partidos de extrema derecha xenófoba

Cristina Monge
El ministro de Interior italiano, Matteo Salvini, en un acto de la Liga Norte bajo el lema
El ministro de Interior italiano, Matteo Salvini, en un acto de la Liga Norte bajo el lema Simone Arveda (AP)

El tsunami económico, político y social que supuso la gestión de la crisis del 2008 nos dejó, al menos, tres herencias: desigualdad económica y política, populismo xenófobo, y una extendida percepción social de la incapacidad de los partidos para recomponer el paisaje mirando al interés general. El alcance de la devastación lo vamos intuyendo en el aumento de partidos de extrema derecha xenófoba, y, de cumplirse las previsiones, acabaremos de constatarlo en reforzados discursos racistas y autoritarios que harán temblar las paredes del Parlamento europeo. Pero haríamos mal en quedarnos en la descripción y echar la culpa a las fuerzas del mal.

El paisaje tras la crisis tiene como protagonista una idea aterradora: la desigualdad. Hace unos días se presentó el último Informe sobre la Desigualdad en España elaborado por la Fundación Alternativas, la Fundación 1º de Mayo y la Fundación Francisco Largo Caballero. Entre sus conclusiones, la constatación de que en España, una vez más, la desigualdad económica crece en momentos de recesión, pero no se reduce cuando llega la expansión, algo que puede lastrar la supuesta recuperación, como advierten desde organismos internacionales.

Las consecuencias económicas de la gestión de la crisis tienen su correlato político: el incremento de la desigualdad y la reducción de la inversión pública en servicios e infraestructuras comprometen la movilidad social, perpetúan situaciones de pobreza y alejan del sistema a una parte de la población que se ve privada de recursos básicos y del acceso a políticas sociales.

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Un buen ejemplo lo encontramos en el bono social eléctrico. Según la Asociación de Ciencias Ambientales, 19 millones de españoles están en situación de pobreza energética, incluyendo aquí situaciones de “pobreza energética escondida”, es decir, personas que apenas utilizan energía en su domicilio para evitar gastar, pero que no consiguen unas mínimas condiciones de confort, algo que repercute en su salud y que lleva a cifrar en 2.000 las muertes anuales por este motivo en España. Pues bien, los requisitos aprobados por el anterior Gobierno y el complejo proceso burocrático para la renovación de esta ayuda pueden dejar fuera a un 60% de los anteriores beneficiados, aproximadamente 1,7 millones de usuarios.

Es sólo un ejemplo. Podríamos fijarnos en las repercusiones de la desigualdad en el sistema educativo, en la pobreza infantil que cronifica la exclusión, o en las familias monomarentales, por citar algunos aspectos. Las preguntas de fondo, en todos los casos, son las mismas: ¿Puede un sistema democrático mantener su cohesión y legitimidad en estas condiciones?

En política, como en tantos aspectos de la vida, el vacío no existe. Y cuando un sistema, un paradigma o un corpus ideológico no es capaz de dar respuesta, llegan otros a ocupar su espacio. Si nos asusta pensar que el populismo xenófobo, autoritario y racista puede derribar las puertas de nuestros parlamentos, quizá deberíamos empezar por plantarle cara a la desigualdad.

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Sobre la firma

Cristina Monge
Imparte clases de sociología en la Universidad de Zaragoza e investiga los retos de la calidad de la democracia y la gobernanza para la transición ecológica. Analista política en EL PAÍS, es autora, entre otros, de 15M: Un movimiento político para democratizar la sociedad y co-editora de la colección “Más cultura política, más democracia”.

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