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El secreto de Tiger Woods es ser más sentimental

El golfista, de regreso a la élite a los 42 años, habla de sus emociones y de la relación con sus hijos y su nueva pareja

FOTO: Tiger Woods este viernes durante su participación en la Ryder Cup en Saint Quyentin-en-Yvelines (Francia). / VÍDEO: Victoria de Europa ante EE UU en la Ryder Cup.Vídeo: IAN LANGSDON (efe) / epv (efe)
Juan Morenilla
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En ese “milagro ambulante” en que se ha convertido Tiger Woods, como él mismo se define, hay algo diferente más allá de su increíble recuperación deportiva a los 42 años después de sufrir cuatro operaciones de espalda, atravesar un calvario de problemas personales y anímicos y pasarse cinco años sin ganar un torneo. Y seguramente ese algo diferente esté relacionado con el regreso de los infiernos cuando muy pocos, incluido él, apostaba por su recuperación. Si en el golfista que hace unos días venció en el Tour Championship, su primer título desde 2013, se vieron destellos del ganador de 14 grandes, en la persona que ahora ha vuelto a la luz pública hay otra actitud. Tiger parece de repente más abierto al mundo, menos robótico y encerrado en su propio universo. Hoy habla de sus hijos, recuerda a su padre, cuenta sus emociones y muestra su cariño hacia su nueva novia, Erica Herman, una antigua encargada de su restaurante en Florida, The Woods Jupiter. Es el Tiger más ‘humano’ que se recuerda.

No debe de haber sido fácil ser Tiger Woods. Criado bajo una estricta disciplina de orden militar bajo la vara de su padre, el chico solo recibió el mensaje, grabado a fuego, de que lo importante era ganar. Para adoctrinar a su hijo, Earl Woods utilizó todo tipo de férreas enseñanzas. Tiger creció con la obligación de ser un mito. Lo fue. Lo es. Pero también ha sido un juguete roto que ahora recompone las piezas.

Tiger Woods y Erica Herman en la cena de gala previa a la Ryder Cup, este miércoles en Versalles.
Tiger Woods y Erica Herman en la cena de gala previa a la Ryder Cup, este miércoles en Versalles.Richard Heathcote (Getty Images)

“Papá no puede moverse”, tuvo que decirles a sus hijos, Sam, de 11 años, y Charlie, de nueve, cuando estos le pedían ir a jugar con ellos al jardín. Martirizado por los dolores de espalda, Tiger se refugió en los medicamentos contra el dolor. Fue un cocktail de cinco de ellos, como Vicodina y Ambien, el que le hizo tocar fondo en mayo de 2017. Drogado, se quedó dormido al volante de su coche. La policía le detuvo. Apenas podía andar en línea recta. La imagen de su ficha policial fue la estampa del ídolo caído. De alguna manera, era también una llamada de auxilio. Quienes le recuerdan de esa época hablan de un atleta que visto por detrás parecía un hombre de 90 años, que bajaba las escaleras hacia atrás y cuyo rostro adormecido reflejaba el abuso de los opiáceos. Estaba vacío sin competir. Y no soportaba ver golf por la tele. Demasiado dolor.

Hoy el nuevo Tiger se ha abierto para hablar de su pasado como una manera de curación. “Le dije a mis hijos que lo intenté”, dijo después de quedar sexto en el Open Británico; “les dije que esperaba que estuvieran orgullosos de su papá por intentarlo como lo hice. Ellos me abrazaron. Saben lo que mucho que significa para mí. He ganado muchos torneos en mi carrera, pero ellos no se acuerdan de ninguno. Lo único que han visto es mi esfuerzo y mi dolor. Ahora quieren que juegue al fútbol con ellos. Y es un sentimiento fantástico”. Era el gran campeón, el hombre imperturbable, abriéndose de par en par. Ya en ese Open se vio en él algún inusual gesto de acercamiento a los seguidores, como chocar la mano de un niño durante una jornada de competición. Impensable en el robot de antes.

Tiger Woods cuando fue detenido en 2017.
Tiger Woods cuando fue detenido en 2017.

Estos días en París, en la Ryder Cup, Tiger volvió a abrir la caja de las emociones. Esta vez para recordar la vez que más se obsesionó por ganar un torneo. “Fue en el Masters de 2006. Lo intenté con unas ganas enormes. Mi padre se estaba muriendo y sabía que ese podía ser el último torneo en que tuviera la oportunidad de verme jugar. Traté de ganarlo para él. Me obsesioné tanto que fallé un montón de golpes y perdí el torneo. Después me echó la bronca: ‘Pensé que te había enseñado a jugar por tu propia felicidad, por ti mismo. Eso es lo que te he enseñado toda la vida’. Tenía razón”.

La última pata de su reconstrucción ha sido su relación sentimental con Erica Herman, de 33 años. Con su nueva pareja se dejó ver ya en la Presidents Cup del año pasado, cuando ella compartió escena con Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama. Mediáticamente es un perfil más bajo que el de la esquiadora Lindsey Vonn, en quien se refugió después de romper su matrimonio con Elin Nordegren y de reconocer su adicción al sexo. Eran tiempos en los que se dejó atrapar por las tentaciones.

“Ahora tengo una segunda oportunidad en la vida”, dijo hace unos meses Tiger. La ha aprovechado, parece, no solo para volver a ganar, sino para ser un hombre diferente.

Confidencias con Serena Williams y con Michael Phelps

En su resurrección, Tiger Woods se ha apoyado en otras estrellas atormentadas por el peso de la fama. Como Michael Phelps, el mejor nadador de la historia (28 medallas olímpicas, 23 de oro), que pasó por una depresión y fue arrestado por conducir bajo los efectos del alcohol, y con quien Woods ha compartidos horas de confidencias al teléfono. Y como Serena Williams, la tenista vencedora de 23 grandes, con quien el golfista mantiene una buena amistad y con la que en ocasiones ha compartido el sentimiento de la frustración por no ver logradas sus metas y la responsabilidad de tener que ser invencibles.

Esa es la otra cara de los gigantes del deporte, mitos y personas de éxito a ojos de los aficionados, pero a la vez personalidades sensibles y frágiles. De ese bache se levantaron Phelps, Serena y Tiger. Como las leyendas que son.

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Sobre la firma

Juan Morenilla
Es redactor en la sección de Deportes. Estudió Comunicación Audiovisual. Trabajó en la delegación de EL PAÍS en Valencia entre 2000 y 2007. Desde entonces, en Madrid. Además de Deportes, también ha trabajado en la edición de América de EL PAÍS.

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