La muerte de la utopía
Nada tiene de extraño que el cincuentenario de las diferentes primaveras del 68 haya transcurrido con más pena que gloria
El avance del partido xenófobo en las elecciones suecas confirma el viraje hacia la extrema derecha que experimentan los países europeos. Y la política no es la causa principal de esta nueva decadencia de Occidente: la Europa balneario a que se refería Javier Pradera irónicamente, mantuvo unos moderados crecimiento y bienestar social hasta que la primacía de China y de los países emergentes la condenó a la subalternidad económica, en posiciones defensivas cada vez más acentuadas. Como siempre en tiempos de crisis, el malestar se descarga entonces sobre un problema real convertido en chivo expiatorio: la inmigración.
Nada tiene de extraño que el cincuentenario de las diferentes primaveras del 68 haya transcurrido con más pena que gloria. Salvo aquellos componentes que se incorporaron a los usos sociales posteriores, tales como la libertad sexual o el cuestionamiento del principio de autoridad, casi todo el bagaje innovador de los sesentayochos, a excepción del situacionismo, se presenta ante nuestra mirada como algo muy distante.
La explicación es simple. Cuando Daniel Cohn-Bendit proclama que los estudiantes se niegan a convertirse en los ejecutivos de la explotación capitalista, refleja una situación de auge económico, próxima al pleno empleo. Por contraste, sus herederos en la contestación casi medio siglo más tarde, los indignados, carecen de ese problema y de esa posibilidad. Ha desaparecido la red de protección que amparaba a los trapecistas de entonces, fueran protagonistas de la movilización o de una alternativa marginal.
Como en otras ocasiones, Marx proporciona la guía para una primera aproximación. Si las movilizaciones a escala mundial del 68 supusieron el fin del largo ciclo histórico de las revoluciones abierto en 1848, es porque las transformaciones tecnológicas, a partir de la crisis del petróleo en los 70, favorecieron el desmantelamiento de la sociedad de clases. La oleada contrarrevolucionaria post-68 enlazó con una forma consolidada de dominio capitalista en el marco de la globalización. Según predijeran los situacionistas, la sociedad industrial se convertía en “la sociedad del espectáculo”, donde el control del mercado mediante la imagen aseguraba la dominación absoluta del poder económico sobre el ciudadano reducido a consumidor. Un proceso que no se limitó a este o a aquel país, sino que afectó a todas las sociedades desarrolladas.
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La revolución tecnológica de fin de siglo introdujo el imperio de la informática y la consiguiente transformación del mercado de trabajo: el affluent worker del mundo industrial de los 60 pasó al museo de los recuerdos. Y en las nuevas relaciones de poder, la desestructuración afectó tanto al interior de las sociedades desarrolladas como a sus posiciones en la jerarquía de la globalización. La fragmentación de los vínculos tradicionales (respecto de la familia, el trabajo, la política) dio lugar a la primacía y al aislamiento del individuo, privado de las redes que antes le permitían incluso soñar con proyectos revolucionarios. Las reflexiones de autores como Norbert Elías, al destacar la sustitución del ciudadano por el individuo, o Zygmunt Bauman, en sus enfoques sobre la sociedad líquida, permiten entender una situación donde la utopía es arrumbada.
De nuevo el problema no reside en las mentalidades. Las nuevas relaciones económicas potenciaron el desplome de las organizaciones de resistencia de los trabajadores, empujados hacia una ilimitada dependencia mientras crecía la desigualdad. El capital puede entonces avanzar a empellones desde la desregulación, mientras se afirma el sistema de explotación patentado, hacia su interior y a nivel mundial, por la nueva potencia hegemónica, China. No es que falte a la UE una voluntad progresiva, al encontrarse reducida a fortaleza asediada para la defensa de sus valores (y de sus mercados). Costes mandan. Y con la inevitable marcha de África sobre Europa, Borrell dixit, los renacidos irracionalismos descubrieron el punto débil para atacarlos desde dentro, esgrimiendo un nacional-populismo xenófobo, favorecido por el “cansancio de la democracia".
El caso italiano es en este sentido paradigmático. Tras un éxito fugaz, la fallida promesa de cambio del centroizquierda cedió paso al auge de los populismos, en primer plano del xenófobo de la Lega, enfrentado a Europa y a los inmigrantes. Volvían las imágenes del Africa nera, incivilizada y agresiva, que presidieran antaño la brutal guerra racista de Etiopía, esgrimidas hábilmente ahora por Matteo Salvini, il Capitano para sus seguidores. Se funden un viejo y un nuevo cesarismo. Salvini cuenta más con su dominio personal de la red, administrado como obra de arte para manipular la opinión, que con su grupo de diputados. Roberto Saviano califica a Salvini de bufón. Lo mismo se decía del Duce.
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