Los manchados
Ya no se estilan los tejemanejes, importan los arrebatos evangélicos
Cuando se trata de la crisis de la izquierda se suele hablar de su falta de respuestas ante el avance de la globalización y de su torpeza a la hora de conseguir un mayor control sobre esa vertiginosa espiral en la que entró el capitalismo financiero y que ha provocado una enorme brecha entre los que son cada vez más ricos y los que son cada vez más pobres. Luego están también los cambios tecnológicos que van dejando más desamparados a los obreros de toda la vida, que observan cómo su trabajo puede hacerlo hoy una máquina, y por menos dinero. Se ha reflexionado, en cambio, muy poco sobre lo que ha ocurrido en el mundo de las ideas. ¿Qué ha cambiado ahí para que se vote cada vez menos a las opciones socialistas? En cada cita electoral, sus resultados son peores. El caso más reciente es el del Partido Socialdemócrata Sueco, que obtuvo el pasado domingo la peor cifra de su historia.
Aunque se refiera a una realidad distinta, las consideraciones que Mark Lilla propone en El regreso liberal, un ensayo traducido hace ya unos meses, resultan pertinentes. Hubo un momento, viene a decir, en que con la llegada en los ochenta de Ronald Reagan al poder las cosas empezaron a cambiar. “Una nueva actitud ante la vida había ganado terreno en Estados Unidos; en ella las necesidades y los deseos de los individuos tenían una prioridad casi absoluta sobre los de la sociedad”. La recomendación era muy simple: coge el dinero y corre. Hazte rico, pon en cuarentena cualquier escrúpulo moral, cómete el mundo.
¿Qué ocurrió al otro lado, entre los liberales, en la izquierda de Estados Unidos? ¿Se produjo una reacción que invitara a pensar un proyecto común frente a esa lógica despiadada del desentiéndete de todo y pilla la pasta mientras puedas? No. Lo que hubo fue un reforzamiento de los movimientos identitarios. Frente a quienes se ocupaban solo de sus negocios surgieron los auténticos. Lilla habla de una actitud romántica y dice que “los románticos contemplan la sociedad como algo dudoso, como un sacrificio impuesto que aliena al ser individual de sí mismo, trazando líneas arbitrarias, creando cercados y obligándonos a meternos en disfraces que nosotros no hemos hecho”. Así que de lo que se trataba era de bucear dentro de la identidad de cada cual a la búsqueda de un tesoro. Era necesario “evitar a cualquier precio ser una pieza del engranaje de una máquina más grande”, con lo que “la política de movimientos constituía la única forma de compromiso que, de verdad, cambia las cosas”. Escribe Lilla: “La identidad es el reaganismo para progres”.
Ahora hay más movimientos en Europa, y se vota menos a los partidos tradicionales, esas viejas maquinarias que apestan a sistema. Los que tienen las credenciales limpias jamás se rebajarán a discutir un proyecto común en el que haya por fuerza que hacer algunas concesiones: preferirán siempre el brillo impoluto de esa corriente que confirma su superioridad ideológica. En ésas andamos. La pregunta, apunta Lilla, ya no es “¿qué puedo hacer por mi país?” sino “¿qué me debe mi país en virtud de mi identidad?”.
Ya no se estilan los tejemanejes de la política, las disputas y los acuerdos, los compromisos sobre cuestiones concretas. Importan más los limpios arrebatos evangélicos —de una causa, de cada una de las causas—. Por eso, quizá, sea cada vez más necesario reivindicar a los manchados, a los que meten las manos en el lodazal de cada asunto y se empeñan en perseguir ese bien común que no siempre tiene el sonado prestigio de la gran conquista.
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