“¿Dónde está Mary Jo?, Ted Kennedy”: el cadáver que selló la maldición de la saga
El Kennedy llamado a reconstruir el trono de Camelot vio cómo todo se desmoronaba tras un accidente lleno de sospechas. Ahora se estrena una película sobre el misterioso caso
Teddy era el último Kennedy. Su hermano John había sido asesinado en 1963 en pleno mandato y Bobby corrió la misma desgracia en 1968, 80 días después de anunciar su carrera a la presidencia. Ted, el pequeño de nueve hermanos, era ahora la nueva obsesión de la sociedad americana, que veía a los Kennedy como lo más parecido que tendría jamás a una familia real. Tenían la misión de reconstruir Camelot y Ted aceptó su destino con displicencia. En 1957, John Fitzgerald Kennedy explicó: “Yo me metí en política porque Joe [el hermano mayor] murió [durante la Segunda Guerra Mundial]. Si algo me ocurriera a mí mi hermano Bobby emprendería su carrera política. Y si Bobby muriese Teddy le tomaría el relevo”.
La misión de Ted Kennedy (Massachusetts, EE. UU., 1932- 2009), era, por tanto, ser el primero de su clan en completar un mandato en la Casa Blanca. El 79 % de los estadounidenses respaldaba su futuro presidencial y el presidente Nixon se obsesionó con cronometrar sus apariciones en televisión y ponerle detectives. “Existía un sentimiento efervescente de que su nave estaba a punto de despegar. Todo el mundo quería estar conectado con Ted”, recordaría uno de sus asistentes. Pero el 18 de julio de 1969 un suceso tan fortuito, tan estúpido y tan supuestamente apolítico como un accidente de coche truncó para siempre su futuro como heredero al trono de Camelot. La película El escándalo Ted Kennedy, que se estrena el 21 de septiembre, cuenta este misterioso episodio.
Todo empezó cuando seis hombres casados, mayores de 30 años, y seis mujeres solteras, veinteañeras, se reunieron un fin de semana en la isla de Chappaquiddick. Abastecieron la cabaña con tres botellas de vodka, cuatro de whisky escocés, dos de ron y cervezas
Seis hombres casados, todos mayores de 30 años, y seis mujeres solteras, todas veinteañeras, se reunieron para un fin de semana informal en la isla de Chappaquiddick (Massachusetts). Ellos eran integrantes del séquito del senador Ted Kennedy, ellas profesionales que habían trabajado en sus campañas electorales. Tras parar a comer almejas fritas, Kennedy y su ayudante Crimmins abastecieron la cabaña con tres botellas de vodka, cuatro de whisky escocés, dos de ron y un par de packs de cervezas. Según la versión que daría después al juez y a los estadounidenses, Kennedy abandonó la fiesta a las 23:15 para así coger el último ferri a tierra firme (Edgartown). Mary Jo Kopechne, de 28 años, se fue con él porque tenía una insolación y no se encontraba bien. No preguntaron si alguien necesitaba volverse con ellos y dejaron atrás a diez personas que, a pesar de tener supuestamente la intención de regresar también a sus moteles, solo disponían ahora de un coche para hacerlo. Kopechne, por cierto, se marchó sin despedirse de nadie y dejando en la cabaña su bolso y las llaves de su habitación. Ted Kennedy estaba casado con Joan Bennett. Contrajeron matrimonio en 1958 y se divorciaron en 1983. Tuvieron tres hijos.
La versión de Ted Kennedy no cambió en 40 años: se equivocó y giró a la derecha, conduciendo hacia un puente de madera en vez de hacia el dique del ferri. Cuando se dio cuenta de su error, el Oldsmobile 88 negro ya estaba atravesando los tablones apilados (única barrera entre el estrecho puente, de un solo sentido, y una laguna) y cayendo sobre el agua bocarriba. “La oscuridad era total”, relataría el senador en el interrogatorio, “el agua entraba rápidamente por todas partes: por la ventanilla, por encima de mí, por debajo de mí”. Mientras la mujer sufría la misma angustia, Kennedy intentaba abrir su puerta sin éxito así que respiró la que estaba convencido sería su última bocanada. Y entonces escapó. No recordaba cómo, pero salió del coche y buceó hasta la superficie para a continuación sumergirse siete u ocho veces hacia las luces del coche, todavía encendidas, en vanos intentos de rescatar a Mary Jo Kopechne.
El senador pasó la noche en su habitación y solo salió para preguntarle al recepcionista qué hora era. Las 2:25. A la mañana siguiente fue a la policía, sin mencionar el apellido de Mary Jo Kopechne porque no sabía deletrearlo. Se decretó que la causa de la muerte había sido el ahogamiento y no se consideró necesaria una autopsia. Kennedy sería procesado solo por abandonar la escena del accidente, una falta penada con dos meses de cárcel.
En el juicio, Kennedy anunció cómo se declaraba. “¿Puede repetirlo?”, solicitó el alguacil. “Culpable”, confirmó en voz alta. Culpable de abandonar la escena del accidente. Los asistentes se removieron. El juez suspendió la sentencia al considerar que Kennedy ya había sufrido mayores consecuencias punitivas que las que el tribunal podría imponerle. Tras diez minutos de declaración, el caso quedó cerrado.
Pero el pueblo (o, visto desde la perspectiva de un Kennedy, el electorado) era otro jurado. Ted apareció en televisión para leer un comunicado escrito por seis ayudantes en el que reconoció su culpabilidad al no informar del accidente a la policía antes, describió las angustiosas emociones que atravesó aquella noche y se preguntó si quizá sería cierta esa “maldición terrible” que los supersticiosos decían que había caído sobre los Kennedy.
El senador apeló así más al corazón de los telespectadores que a su cabeza y les consultó si debía presentarse a la reelección del año siguiente. La respuesta en las encuestas fue de 100 contra uno a favor. Hasta Gwen Kopechne, la madre de la fallecida, expresó públicamente su apoyo a la candidatura. Ted Kennedy ganó con un 62 % de los votos (y, de hecho, mantendría su cargo como senador hasta su muerte en 2009), pero el cadáver de Mary Jo Kopechne y el puente de madera de Chappaquiddick quedarían para siempre asociados a su nombre igual que aquel descapotable negro y aquel Chanel rosa ensangrentado son lo primero que cualquier americano recuerda cuando piensa en su hermano John.
El mismo juez que anuló su condena redactó un informe de 764 páginas con transcripciones que incluían su conclusión de que había habido negligencia por parte de Ted Kennedy y que el senador mintió en su declaración: el giro a la derecha no fue un error porque ni él ni Mary Jo tenían la menor intención de coger ese ferri. Eso explicaría por qué Kopechne dejó su bolso y sus llaves en la cabaña, por qué dejaron a diez personas con un solo coche para volver a tierra firme y por qué ella ni siquiera avisó a nadie de que se marchaba. La maquinaria de las teorías conspiranoicas se puso en marcha, respaldada por una prensa cada vez más mórbida y sensacionalista y abrazada por una sociedad decepcionada con la clase política que llevaba casi dos siglos vertebrando su identidad nacional y que, durante los 60, había demostrado ser tan viciosa como los civiles.
Se dijo que Mary Jo estaba embarazada, que en realidad se dirigían a una playa cercana, que resultaba sospechoso que los padres de la difunta se compraran una casa enorme pocos meses después del accidente. Se puso en duda el testimonio de los asistentes a la fiesta, que respaldaban la hora de partida de Kennedy y Kopechne (23:15) con asombrosa y unánime exactitud y aseguraban haber bebido un par de copas cada uno a pesar de que faltaba la mitad del cargamento de alcohol provisto.
Mientras Mary Jo sufría, Kennedy intentaba abrir su puerta sin éxito, así que respiró la que estaba convencido sería su última bocanada. Y entonces escapó. No recordaba cómo, pero salió del coche
Un testigo aseguró haber visto el Oldsmobile negro en la zona a las 00:45, tres cuartos de hora más tarde de la salida del último ferri. Un informe médico indicó que la hora de la muerte de Kopechne había sido entrada la madrugada. Una vecina que vivía cerca del puente dijo no haber escuchado nada a pesar de estar despierta leyendo a la hora del accidente. Según este testimonio, el coche se hundió pero de forma tranquila y silenciosa, sin chocar con los tablones del puente. Como si alguien lo hubiera empujado sigilosamente. Kennedy jamás quiso volver a hablar del asunto.
La sociedad de Massachusetts siguió apoyando sistemáticamente a su senador, pero Washington no volvió a confiar en Ted Kennedy. Su negativa a comentar el suceso, su falta de transparencia y la inconsistencia de su versión de los hechos no necesariamente le convertía en un mal político pero sí en lo peor que puede haber para la opinión pública estadounidense: un perdedor. Declinó presentarse a las elecciones en 1972 aduciendo que tenía tres hijos y 13 sobrinos huérfanos para los que ejercer como patriarca. En 1973 su hijo Edward, de 12 años, sufrió la amputación de sus dos piernas a causa de un cáncer de huesos y su mujer, Joan Bennett, fue internada en varias ocasiones por alcoholismo y desequilibrio emocional. Y de nuevo rechazó participar en la carrera presidencial de 1976 cuando el Boston Globe, el New York Times y Time desenterraron las incongruencias del incidente de Chappaquiddick en reportajes de portada.
Pero en 1980, decepcionado con las políticas de su compañero de partido, el presidente Jimmy Carter, decidió presentarse como su oponente en las primarias demócratas. Las columnas de opinión de los principales periódicos cuestionaban si un tipo gris, siniestro y opaco como Ted Kennedy era el líder adecuado para el mundo libre. Durante un desfile de San Patricio en Boston, en el que tuvo que llevar un chaleco antibalas por amenazas de muerte, los ciudadanos le gritaban: “¿Dónde está Mary Jo?”.
Y en el acto final de la convención demócrata comunicó su retirada de la carrera. Su derrota confirmó, definitivamente, que el sueño de los Kennedy de recrear Camelot jamás se materializaría. La familia que había servido como bastión aspiracional para toda la nación estaba exhausta y apenas podía creerse a sí misma ya. El espíritu del político-celebrity fundado por los Kennedy, sin embargo, siguió vivo con Bill Clinton y Barack Obama.
Ted Kennedy se pasó los 80 luchando desde el Senado por los servicios médicos, la causa feminista y los derechos de los homosexuales. En 1989 un paparazi le fotografió durante unas vacaciones en Europa manteniendo relaciones sexuales con una mujer encima de una moto acuática. Time describió a Ted Kennedy como “un borracho de Palm Beach, un patán grotesco para los tabloides” y Newsweek como “el símbolo viviente de los defectos de su familia”. El juicio, el más visto en la historia de la televisión americana hasta el de O. J. Simpson tres años después, desligó a Ted Kennedy del caso y su sobrino fue absuelto del crimen.
Pero tras la muerte en 1999 de John John Kennedy (hijo de John F. Kennedy y sobrino de Ted) en un accidente en una avioneta, que frustró su incipiente e ilusionante carrera política y revolvió los fantasmas de la maldición sobre el clan, la opinión pública comenzó a ver al patriarca Ted Kennedy con otros ojos. A diferencia de sus hermanos, Ted vivió lo suficiente (falleció a los 77 años de un tumor cerebral) para cometer errores y decepcionar a su pueblo de modo que no pudo morir como un mito, ni como un símbolo, ni como un sueño. Murió como un hombre.
El obituario del New York Times le recordaría así: “Un hombre de gran fe y enormes defectos; era un personaje melancólico que perseveró, bebió profundamente y cantó muy alto. Era un Kennedy”.
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