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Columna
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Dos gotitas

Terrorismo, palabra clave que se extiende para acabar con todo derecho civil vigente hasta ayer

David Trueba
Alexander Petrov y Ruslan Boshirov, sospechosos de envenenar con gas tóxico al antiguo espía Skripal y su hija Yulia.
Alexander Petrov y Ruslan Boshirov, sospechosos de envenenar con gas tóxico al antiguo espía Skripal y su hija Yulia. Metropolitan Police via Getty Images

Para los miles de personas que han visto requisados sus aerosoles, colonias, cremas cosméticas, botellitas de agua, tarros de miel y lociones de afeitado en los aeropuertos del mundo la noticia de la identificación de los dos agentes rusos que envenenaron con gas tóxico al antiguo espía Skripal y su a hija Yulia en Londres ha significado un agravio. Todo viajero pensaba que se sacrificaba por el bien de la seguridad mundial. En su nombre han sido requisados millones de cortaúñas. Pasar por los aeropuertos es el único desnudo tolerado hoy día. Tan solo existe un grado mayor de confesionario contemporáneo, el que consiste en dejarte mirar el historial de búsquedas en Internet. El alma de nuestra era reside en esos dos espacios. Es cierto que el control aeroportuario se relaja en función del riesgo de cada país. Y en las estaciones de tren, pese a la contratación multitudinaria de seguridad privada, las condiciones de revisión se relajan tanto para no incordiar demasiado, que con que te quites la chaqueta y, si llevas una bomba, la entregues en la entrada, ya es más que es suficiente. Pues bien, ahora sabemos que los agentes secretos rusos transportaban en un frasquito de perfume de Nina Ricci el gas nervioso letal.

No consiguieron matar al antiguo espía ruso exiliado en Inglaterra y a su hija, pero sí los dejaron en coma y causaron la muerte de una sin techo que encontró el frasco entre la basura y se puso dos gotitas en las muñecas. Una vez más, por pobre que seas, la coquetería acabará contigo. Es otro símbolo de nuestro tiempo. La sospecha de que los verdaderos seres peligrosos eluden los controles que padece la gente normal se ha confirmado. El daño no está en la cantidad ni en los mililitros que contiene un envase, sino en las ganas de matar, algo que por ahora no va camino de moderarse, véase el valor del empleo frente al tráfico de armas en nuestra relación con Arabia Saudí. El bochorno es trágico cuando se sabe que otros agentes criminales rusos en casos similares, ya identificados, viven sin ningún tipo de cortapisa en su país de origen. Es decir, que la impunidad y el grado de juego sucio empiezan a codearse sin problema con los niveles de la guerra fría, tantas veces retratados en novelas que hoy nos quedan algo lejanas. Lejanas porque entonces distinguíamos entre el bien y el mal, pero las redes de desinformación que se han apoderado de Internet y nuestra mayor complejidad crítica nos tienen confundidos.

De hecho, acabamos de jugar el Mundial de fútbol en Rusia bajo el elogio generalizado hacia unas medidas de seguridad draconianas. Responde a esa estela de autoritarismo que recorre las democracias, donde se está dispuesto a sacrificar la libertad por dos factores muy en alza: la comodidad y la seguridad. Mientras tanto, el cineasta Oleg Sentsov prosigue muy deteriorado su huelga de hambre tras un juicio farsa. Y hace poco vi una película muy estimulante sobre el amanecer ruso al rock alternativo donde se relatan las peripecias de los cantantes Víktor Tsoi y el muy talentoso Mike Naumenko, cuya preciosa canción Leto (Verano) da título a la cinta. Su director, Kirill Serebrennikov, se encuentra también en oportuno arresto domiciliario por acusaciones de fraude fiscal. Son dos gotitas en un mar en calma donde el discurso en contra del poder establecido no es ya sanamente subversivo, sino que es considerado terrorismo, palabra clave que se extiende para acabar con todo derecho civil vigente hasta ayer. Mientras tanto, no viajen con líquidos, salvo si es veneno mortal.

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