Exótica
La normalidad es autoritaria por definición, pero, cuando no asume la diferencia, lo es más aún
Las personas vivimos en encrucijadas. La decisión de resolverlas forja nuestro carácter y construye nuestra imagen pública. Hay quien cree que su carácter, su verdadero yo, no coincide con la imagen pública proyectada y hay quien, siguiendo al Eclesiastés, Wilde o Vonnegut —optar por uno u otro es un síntoma—, piensa que somos lo que parecemos: lo que los demás piensan que somos no se puede separar de lo que acabamos siendo, porque digerimos las palabras ajenas, las asumimos con orgullo o nos repugnan y, en ese gesto de disconformidad, un poso, un rencor, se nos queda dentro. Fin del trabalenguas psicosociológico.
Esta introducción es pertinente por un asunto de género. Hace unos días el periodista colombiano Yefferson Ospina, parafraseando a la escritora caleña Pilar Quintana, me preguntó si me sentía cómoda con los rótulos de escritora feminista o femenina. A Quintana no le gustaban porque la convertían en algo exótico. Pregunta y respuesta me colocaron frente a una de mis encrucijadas: una es lo que parece ser, pero también acaba encontrándose en los nombres que le ponen. Quizá una mujer que se llama Marta está abocada a lo doméstico, al servicio y los cuidados. O, como reacción a ese destino etimológico, Marta desobedece, se hace callejera, salvaje y se mira el ombligo. En la encrucijada de los nombres, sospecho que la idea del exotismo de lo feminista y lo femenino implica la existencia de una normalidad de la que no forman parte ni las mujeres ni las mujeres que luchan por sus derechos. Se trataría de una normalidad mimetizada con lo canónico, lo no marcado, lo universal, y definida por un código históricamente masculino, occidental, económicamente privilegiado y blanco. Resulta traumático renunciar a ese código que forma parte de nuestro ADN y, a la vez, sería una acción higiénica decidir hasta qué punto a causa de esos aprendizajes, nosotras mismas nos sorprendemos en actitudes machistas. Tomar conciencia de la anormalidad de lo normal constituye el primer paso para reelaborar realidades a partir de voces de mujeres, criminalizadas y ocultas, tachadas de locas por su condición de mujer, su rebeldía política, su creatividad. La normalidad es autoritaria por definición, pero, cuando no asume la diferencia, lo es más aún: yo no quiero ser normal en esta normalidad que me violenta; quiero resignificarla rehabilitando sin connotaciones peyorativas lo femenino, así como permitiendo que nos nombren como lo que somos: femeninas, feministas, trans, pobres, de barrio, enfermas y enfermeras, lesbianas, sindicalistas, ministras, paseadoras de perras —y de perros—…
Como escritora, no me puedo desvincular de lo que Adrienne Rich define como “lenguaje del opresor”: es también mío y “lo necesito para hablarte”, es el de los libros con los que nos educaron y conforma nuestra musculatura intelectual; tampoco reniego de lo que la poeta llamó geografías de la escritura: yo escribo como una mujer madura, de clase media, heterosexual y casada, con padres vivos, residente en una capital del sur de Europa, atea y supersticiosa, de izquierdas, feminista, el español es mi lengua materna y tengo estudios superiores. Con estos mimbres escribo libros en los que se me ve la patita y voy a congresos de literatura feminista, femenina, de literatura escrita por mujeres y de literatura a secas. Como me importan tanto las palabras, parece que no me importa ninguna y acudo a todos los sitios a los que me invitan a hablar. A escuchar. Es mi obligación. Mi placer. Mi lugar en el mundo y mi granito de arena. Espero que pronto este exotismo forme parte de la universalidad.
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