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La tragedia del polvorín de Cádiz que devastó la ciudad

Ocurrió tal día como hoy de 1947. Un depósito de armas submarinas de la Armada estalló en pleno corazón del barrio de San Severiano. Un total de 152 personas murieron en el trágico suceso

Epicentro de la explosión que causó 152 muertos en Cádiz en 1947.
Epicentro de la explosión que causó 152 muertos en Cádiz en 1947.CEDIDA POR JOSÉ A. APARICIO
Jesús A. Cañas

El 18 de agosto de 1947 la ciudad de Cádiz se sumió en la oscuridad. La causa la motivó una deflagración de 1.600 cargas de explosivos que la Armada almacenaba en la Base de Defensas Submarinas. El centro histórico se salvó de la onda expansiva gracias a las murallas, pero la zona de extramuros resultó devastada con casi 2.000 edificios dañados. El suceso dejó 152 víctimas oficiales. Este reportaje, publicado en EL PAÍS el 18 de agosto de 2017 con motivo del 70 aniversario, narra la resignación de los familiares tras el trágico suceso:

Aunque le gustaría, la anciana no consigue olvidar el crepúsculo del 18 de agosto de 1947 en el que su vida “cambió para siempre”. La noche en la que la explosión negligente de un polvorín de la Armada mató a 150 personas, dejó miles de heridos, devastó media ciudad y tiñó el cielo de un intenso rojo infernal.

Justo 70 años después del suceso que el franquismo intentó silenciar y disfrazar de accidente fortuito, Pepi ya ni es capaz de llorar. Suficiente tuvo con lo que vino después: “Mi madre no lo superó y murió al poco. Yo estuve mala de los nervios, tuve que ir al loquero. Veía muertos por todos sitios. No hay día que no me acuerde de mi hermana y de lo que le pasó”. Pero los recuerdos como los de Fernández ya empiezan a escasear. Por ello, Cádiz rememora estos días lo sucedido con un homenaje que pretende honrar a los fallecidos y sus familias. Una exposición permanente y un emotivo acto en la zona 0 de la explosión —hoy el Instituto Hidrográfico de la Marina— reconstruyen en estos días lo vivido en ese aciago día de verano.

No era lo que los gaditanos esperaban de esa noche del 18 de agosto de 1947. Antonio Machín debía actuar en el Cortijo de los Rosales, ubicado en el centro de Cádiz. Más allá de las murallas de Puerta Tierra, en la que hoy es la zona nueva de la ciudad, la vida bullía. Unos disfrutaban al fresco de sus lujosas villas de verano, otros trabajaban en el turno nocturno de los astilleros y otro tanto se disponía a cenar en sus humildes casas de la barriada obrera de San Severiano.

Los niños de la cercana Casa Cuna dormían cuando, en lo que era el Almacén n.º 1 de la Base de Defensas Submarinas de Cádiz, 1.600 cargas armadas con el inestable explosivo trilita saltaron por los aires. Fue a las 21.45, sonaban las señales de Radio Nacional del parte cuando la ciudad se quedó a oscuras, tan solo iluminada por el inmenso hongo rojo que dibujó la explosión en el cielo.

La potencia de la deflagración fue tal que dejó un cráter de dos metros de profundidad y fue audible desde Huelva o Sevilla y visible desde Ceuta. El centro histórico se salvó de la onda expansiva gracias a las murallas, pero la zona de extramuros resultó devastada con casi 2.000 edificios dañados. “Para hacernos una idea, las 200 toneladas que explotaron equivalen en 18 veces a la madre de todas las bombas, la GBU-43, que Estados Unidos lanzó sobre Afganistán en abril de 2017”, reconoce el historiador José Antonio Aparicio, autor del libro 1947. Cádiz, la gran explosión y organizador de los actos de homenaje.

La tragedia unió a Cádiz ante el horror. Solo en el cercano hospicio murieron 26 bebés y niños, entre ellos, Luisita, de nueve años, la hermana de Pepi Fernández. Pasaba el día con su tía, trabajadora de la Casa Cuna, cuando la explosión la sorprendió junto a una ventana. Los cristales desfiguraron su rostro. Cuando Pepi y su tío la encontraron en una hilera de cadáveres, tuvieron que reconocerla por sus tirabuzones rubios y la medalla regalo de su padre, fallecido años atrás. “Fue una noche terrible que no puedo olvidar. Había cuerpos por todos sitios, gente llorando, buscando a sus familiares”, añade la anciana. Centenares de familias quedaron rotas para siempre en un suceso que pronto quedaría envuelto en el oscurantismo del régimen.

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Aparicio lleva años enfrascado en investigaciones sobre el suceso y tiene claro que la paupérrima posguerra tuvo buena parte de la culpa. El miedo del gobierno franquista a que España fuese atacada, durante la II Guerra Mundial, hizo que el régimen llegase a concentrar en el sur hasta 2.265 minas y otros explosivos, ante un eventual ataque de los Aliados desde el norte de África. Entre ellos, se encontraban las cargas submarinas equipadas con trilita, un anticuado explosivo de algodón pólvora que se descompone con los años. Con la amenaza de la invasión despejada, la Armada acumuló y olvidó todo el material en unas naves que tenía en Cádiz.

La inseguridad del almacenaje era tal que, en julio de 1943, el teniente coronel Manuel Bescós emitió un informe que ya advertía que “la carga podía explotar en cualquier momento” y que, cuando eso ocurriese, “provocaría una verdadera catástrofe nacional”, como rememora Aparicio. Cuatro años después, su peor vaticinio se hizo realidad, aunque su informe nunca llegó a usarse ni citarse en la posterior investigación de las causas del siniestro. El suceso no tardó en envolverse de un halo de misterio, alentado por el propio franquismo que llegó a culpar “a las fuerzas contrarias al régimen” de estar detrás de un posible sabotaje. Ni siquiera esa tesis quedó demostrada en el juicio militar, celebrado en diciembre de 1950. El caso se cerró con la conclusión oficial de que “no se podían determinar ni causas ni responsables”. “Se ocultaron pruebas por claro interés, más que del régimen, de la Armada. Fue una negligencia y así lo demuestran las pruebas que hemos encontrado los investigadores”, defiende Aparicio.

Sin causas ni responsables, las familias se quedaron sin indemnización ni disculpas. Cádiz fue incluida en el programa franquista Regiones Devastadas y se hizo una colecta a nivel nacional. El suceso se silenció y la zona se reconstruyó a toda prisa. Pero la huella social quedó tan profunda que aún hoy se echa en falta un perdón. Al menos así lo asegura Aparicio: “Ya todo está prescrito, pero sería simbólico, un descanso, que la Armada reconociese lo ocurrido”. Pepi Fernández le da la razón en un tono entre la resignación y la rabia: “Todo Cádiz sabía que fueron cosas de militares. Hubo muchas mentiras para tapar a los gordos. A mí me gustaría recibir esas disculpas. Pero hoy ya nadie lo sabe, todos los de entonces han muerto y me han dejado a mí el recuerdo”.

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Sobre la firma

Jesús A. Cañas
Es corresponsal de EL PAÍS en Cádiz desde 2016. Antes trabajó para periódicos del grupo Vocento. Se licenció en Periodismo por la Universidad de Sevilla y es Máster de Arquitectura y Patrimonio Histórico por la US y el IAPH. En 2019, recibió el premio Cádiz de Periodismo por uno de sus trabajos sobre el narcotráfico en el Estrecho de Gibraltar.

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