El día que Bolt voló por debajo de los 9,70 segundos por primera vez en la historia
Ocurrió tal día como hoy de 2008 en la celebración de los Juegos Olímpicos de Pekín. "Vine aquí a ser campeón olímpico. Ni siquiera supe que había batido el récord hasta que di la vuelta de honor", aseguró
El 16 de agosto de 2008, el jamaicano Usain Bolt inició una nueva era en el mundo del atletismo al acabar la final de los 100 metros en 9,69. La marca, conseguida con tan solo 41 zancadas, convirtió a Bolt en el hombre más rápido del planeta en dicha disciplina. Y eso que salió el penúltimo de la línea de salida. Fue su primera medalla de oro en una final olímpica. Esta crónica, publicada en EL PAÍS el 17 de agosto de 2008, describe la hazaña de Bolt sobre el tartán chino:
La carrera del siglo no fue finalmente un duelo. No fue un duelo a tres ni siquiera un duelo a dos. Fue un diálogo. Un diálogo espectacular y brillante entre un hombre y el tiempo, la historia, el espacio, en una noche sin viento. 9,69s. 100 metros. 41 zancadas. Fue Usain Bolt, el fenómeno de Trelawny (Jamaica), batiendo el récord del mundo con los brazos abiertos los últimos 20 metros y el cuerpo echado hacia atrás al cruzar la línea para pasmo de toda la gente del atletismo, que calcula que perdió más de tres centésimas en ese gesto de triunfo espontáneo e inevitable. Fue un chaval de 21 años contagiando su alegría juvenil, inmensa, a 90.000 espectadores en el estadio más hermoso del mundo y a miles de millones que lo vieron repetido una y otra vez por televisión en todo el mundo. Asafa Powell, el rival y hasta hace tres meses plusmarquista mundial, terminó quinto, fuera del podio, como en Atenas. Tyson Gay, el campeón mundial, ni llegó a la final.
"No fue un gesto de fanfarrón, sólo de felicidad al ver que nadie me ganaría", dijo Bolt; "vine aquí a ser campeón olímpico. Ni siquiera supe que había batido el récord hasta que di la vuelta de honor".
Bolt se proclamó campeón olímpico como se sospechaba desde la víspera, como se sabía casi con certeza desde dos horas y media antes, desde que ganó su semifinal en 9,85s (a una centésima del récord olímpico), con viento en contra y distraído, con la vista fija en la pantalla gigante que transmitía su carrera. En la semifinal se quedó Gay, quinto tras correr crispado, al límite de sus fuerzas, vacío (10,05s). En la semifinal, Powell, que ganó su serie con 9,91s, comprendió que poco más tarde debería rendir homenaje a su compatriota más joven, al primer jamaicano campeón olímpico vistiendo la camiseta amarilla de la isla. Antes que él, en 1992, Lindford Christie, jamaicano emigrante al Reino Unido, se proclamó campeón olímpico en Barcelona; cuatro años después, Donovan Bailey, jamaicano que corría bajo la bandera canadiense, hizo lo mismo en Atlanta. Y, como Bolt 12 años más tarde, lo hizo batiendo el récord del mundo, reclamando todo el poder para su persona, como en 1988 había hecho Ben Johnson, otro jamaicano-canadiense, en Seúl, el instante más penoso de la historia del atletismo.
"Es el más grande", sentenció, deportivo, Powell sobre Bolt; "el mejor, el más explosivo, el más joven".
Bolt tiene 21 años y se porta como un niño, un crío de otro planeta, en un mundo en el que las presiones, las urgencias, las expectativas, convierten a los atletas en viejos prematuros. Se dirige a los tacos de salida en la semifinal dando por la espalda un golpe en el hombro derecho al voluntario que le guardará la mochila y adelantándole por la izquierda para girarse y ver con satisfacción y gran sonrisa su cara de despiste. Después, durante menos de 10 segundos, se dedica a levitar, a flotar en el aire durante 100 metros, impulsado por su pie mágico, por un apoyo de apenas nueve centésimas de segundo en cada pisada sobre el tartán, tiempo en el que mueve armónica y coordinadamente más de un centenar de elementos, entre huesos, articulaciones, músculos, ligamentos.
Dos horas y cuarto más tarde, regresa al lugar del crimen y para relajarse mueve el cuerpo, de goma, jamaicano, al estilo break dance, mientras tres calles más allá, Powell, con quien ha compartido unos segundos de oración en la cámara de llamadas, inicia su visita a sus demonios interiores cubriendo la cara con su camiseta. Entre ambos, el norteamericano Walter Dix, otro chaval nacido, como Bolt, en 1986, se esconde detrás de sus gafas de sol.
En la final, en la que la renovación del esprint se hizo carne —sólo Powell repetía desde Atenas 2004; sólo tres repetían desde la final del Mundial de Osaka 2007—, seis atletas del Caribe —tres de Jamaica, dos de Trinidad y Tobago, uno de Antillas Holandesas— desafiaron al imperio. Arrasaron las islas. Tras Bolt, quedó segundo Richard Thompson (9,89s), de Trinidad y Tobago, un jovencito de 1985. Tercero fue Dix (9,91s), que acaba de salir de la universidad. Bolt ni siquiera fue el más rápido en reaccionar al disparo de salida, fue el penúltimo (165 milésimas), pero, tras dos zancadas, ya no había ninguno delante; tras 20 metros, cuando ya había casi terminado de enderezar su tremendo cuerpo de 1,96 metros, ya todos estaban detrás. A los 50 metros, su zancada, inmensa, aérea, aumentó su frecuencia. A su espalda, nació el vacío. Miró a la tribuna, saludó, abrió los brazos. Fue la señal del comienzo de una nueva era.
Su próximo desafío comienza el martes con las series de 200 metros y tiene dos nombres y un número, el de Carl Lewis, la leyenda, el esprinter más perfecto, el último que hizo el doblete 100-200 en unos Juegos (Los Ángeles 1984), y el de Michael Johnson, plusmarquista mundial del doble hectómetro. ¿El número? 19,32s, la marca que aún hoy, 12 años después de que la lograra Johnson en Atlanta, se considera imposible de batir.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.