Descenso a las calderas de Pedro Botero en Madrid
La frecuencia de paso de los trenes del Metro ha disminuido hasta erigirse en causa de desesperación resignada; el viajero agosteño puede encontrarse con esperas de 8, 9 o 10 minutos
Así como, según Max Weber, la burocracia y la contabilidad son los requisitos de predecibilidad que necesita el capitalismo, el transporte público es la condición de buen funcionamiento de una ciudad en el profundo agosto. El metro y los autobuses, despejado el espacio urbano de una gran cantidad de coches particulares, son los encargados de garantizar, mediante un horario preciso, que se acude a tiempo al trabajo o a las citas y que no se está más tiempo del necesario donde no se quiere estar. Los usuarios del Metro de Madrid han registrado durante los meses de verano algunas anomalías que han hecho del servicio mucho más incómodo y bastante menos fiable.
La relación de daños estivales infligidos al viajero puede iniciarse con el secular “cierre de líneas”. Es costumbre arraigada en la dirección del Metro cerrar total o parcialmente trayectos durante el verano. Política acertada, se dirá, porque así se perjudica a menos gente. Cierto, pero ¿por qué se cierran? Las voces procedentes de ninguna parte, como sicofonías, que llegan por los interfonos y altavoces, aseguran que es “por obras de acondicionamiento y mejora” (igual que las interrupciones del servicio son siempre “por causas ajenas a Metro”). Pero ¿qué mejoras? Siete de cada diez usuarios apenas las aprecian o detectan una vez reabierta la línea. Si acaso, pequeños cambios cosméticos, algunos desafortunados —como la supresión de bancos— y otros se esconden tras la iluminación enfermiza. Si se trata de cambios tecnológicos, es decir, para que funcione el wifi y el móvil en los túneles, sépase que en una de las líneas recientemente “acondicionadas o mejoradas”, la 5, el silencio digital se ha adueñado de varias estaciones.
Si se cierra una estación, hay que contar con que aquellas estaciones que cubran aproximadamente el trayecto cerrado experimentarán un aumento en el número de viajeros. Como suele ser habitual, Metro no ha pensado en tal contingencia. Es más, la frecuencia de paso de los trenes ha disminuido hasta erigirse en causa de desesperación resignada. El viajero agosteño puede encontrarse con intervalos de paso de 8, 9 o 10 minutos, superiores a los de “otros veranos”. Son más frecuentes las huelgas de maquinistas que el paso de los trenes. Metro se ha despachado con una explicación que nada explica, salvo su falta de interés en el destino de los condenados a tostarse en un andén sin bancos: en verano siempre disminuye la frecuencia de los trenes. Estamos en el caso de las “causas ajenas a Metro”. El responsable es el estío.
El viajero, después de hacer slalom en las aceras ocupadas por terrazas (¿todas pagan impuestos? ¿todas cumplen las normas?) desciende a profundidades insondables, mediante escaleras mecánicas que funcionan un día sí y otro no. Llega a un andén donde el calor ambiental nada tiene que envidiar a las calderas de Pedro Botero. Y después hace frente al sorteo diario. Quizá el vagón donde entre tenga aire acondicionado, pero lo más probable es que no; quizá esté desinsectado, pero algún insecto sí que pulula entre los asientos; y si hay suerte, encontrará un coche con baja densidad poblacional, inferior a las tres personas por centímetro cuadrado. Pero lo normal es que esté atestado, porque cada vez hay menos trenes y más viajeros expulsados de las líneas cerradas. Quien no haya viajado en Metro en agosto no sabe lo que es la alegría de vivir.
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