“Se empieza siempre llorando…”
La vida no vale nada y ese nada, como diría José Hierro, es todo lo que vale
“Se empieza siempre llorando y así llorando se acaba, por eso es que en este mundo la vida no vale nada”.
José Alfredo Jiménez escribía sus corridos para hablar de amor, casi siempre, pero las metáforas ya pegan sus estribillos a lo que sucede también en lo peor de la vida, la lucha por conservarla.
Para mucha gente en el mundo la vida no vale nada. En las tierras más prósperas esa certeza la convertimos en estadística. Para que la estadística nos dé la razón fabricamos concertinas, muros: es mejor contarlos afuera que contarlos entre nosotros.
La vida no vale nada… Despreciamos la vida de los otros, la convertimos en estadística, en votos, en números que no son convenientes para la supervivencia política de las ambiciones. En nombre de lo políticamente incorrecto, líderes que se suben al caballo de las opiniones contundentes toman el micrófono con tres datos perversamente trabados y alarman a una sociedad que mira a su alrededor a ver si les está entrando la última patera, por ejemplo por Castilla y León.
El miedo a lo que no existe es una creación de la ciencia-ficción, es un invento de Orson Welles, por ejemplo, pero en este momento la ciencia-ficción de los que reelaboran a su gusto las estadísticas asiste a políticos europeos y norteamericanos que presumen de defender una civilización cuya raíz habría de ser la razón y el respeto a la vida humana. Pero para ellos la vida no vale nada sino es la suya o la de sus votantes.
El cinismo con el que se despacha la inmigración, en países que emigraron, como Hungría o como Polonia, o que recibieron emigrantes, como Estados Unidos, avergüenza a este tiempo y debe avergonzar, muy en concreto, a España, cuyos contingentes de emigrantes sirvieron para que este país aún en guerra sobreviviera gracias a los que lograron que su vida valiera más, en un tiempo gracias a México y a Venezuela y, después, en la posguerra del hambre y la miseria, gracias también a Alemania.
Ahora a esa España se le hurta la guerra como una cosa de viejos y, desde ese adanismo sin compasión por el pasado, se insta a la sociedad a prevenir la llegada de los que vienen de fuera. La vida no vale nada y ese nada, como diría José Hierro, es todo lo que vale.
A esta hora exactamente hay en cualquier sitio del mundo, en cualquier patera, en cualquier barco, mientras inhalamos el humo de un cigarrillo, mientras escuchamos la última ocurrencia de un youtuber, hay un niño en peligro de muerte, en África, en Asia, en Oriente Próximo, en la frontera de México… Y en este momento también hay miles de personas en alta mar huyendo de una vida en peligro, buscando, también en peligro, una vida que, quizá, se ahogue antes de llegar a puerto.
En tierra, políticos, administradores del poder, dictaminan que esos miles que han abandonado su tierra, las casas que no tenían, son millones y que sus manos oscuras no valen lo que valen las manos blancas de sus votantes. Si esos políticos que alertan de las avalanchas pusieran en orden el pasado español con sus ideas de provecho propio se lanzarían a ayudar a que ninguna persona que necesite la ayuda de España acabe llorando a nuestras puertas.
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