Postal ciega
No me acordaba de La Habana. No me acordaba. No me acuerdo
¿Cuándo fue? ¿Sobre qué cima de qué montaña de los Andes? ¿Mientras la voz de qué auxiliar de vuelo decía qué cosa? ¿En cuál de todas las noches que pasé en Santiago? ¿Resguardada en qué hotel, con el torrente turbio de la televisión ante los ojos? ¿Mientras cenaba con qué amigo? ¿O cuando intenté esa llamada telefónica? ¿Desde el locutorio que estaba frente al supermercado? ¿Cuando eran las cinco de la tarde y no atendías? ¿Quién era yo cuando me vi en aquel verano antiguo? ¿Mis alpargatas de yute, la pulsera de bronce en el tobillo? No me acordaba de aquella tarde, crucificada boca arriba, el traje de baño mojado, las baldosas frías, la habitación lóbrega, el pérfido júbilo que sentí por dentro. No me acordaba del gato ni de la paloma muerta ni del olor a pólvora ni del primo gritando, en el corazón momificado de la torre: “¡No, no!”. No me acordaba de que al vecino —con el que me detenía a hablar de regreso de mis clases de guitarra— le habían cortado las piernas. No me acordaba del beso del guitarrista joven en el auto, ni de mi risa maligna, ni de mi infinita capacidad para hacer daño. No me acordaba de aquella caminata hasta el obelisco ni de que, cuando llegamos, dijiste: “Me enamoré” (ni de mi risa maligna, ni de mi infinita capacidad para hacer daño). No me acordaba de mi pequeño hermano tragado por el agua, ni de mi salto, ni del cuerpo que se elevó dócil conmigo hacia la superficie, ni de que me reí y le dije: “¡Qué sorpresa!”, mientras quería gritar. No me acordaba. De que me pintaba las uñas a menudo. De que no usaba sujetador. De que leía a Jean Cocteau. De la pizza con café con leche que comíamos de madrugada. De la gula. No me acordaba de mi pequeño hermano corriendo hacia mí en el aeropuerto cuando volví de La Habana. No me acordaba de La Habana. No me acordaba. No me acuerdo.
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