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¿Madre feminista o feminista que no quiere ser madre?

Toda identidad es una trampa, pero todos los discursos críticos de esta época en ebullición son necesarios, siempre que no acaben en un nuevo dogma

En la lactancia se concentran todos los adjetivos (ajenos) de la buena o mala madre.
En la lactancia se concentran todos los adjetivos (ajenos) de la buena o mala madre.Pxhere
Analía Iglesias

Uno

Cuando la misión social ineludible de la mujer es ser madre y quedarse en el hogar, la rebelión consiste en salir a la calle y disputar los espacios masculinizados. Verdad de perogrullo, sí, pero cuando el mandato familiar pasa por imponer a la niña el papel de estrella del bel canto a costa de sacrificar cualquier otro aspecto de la vida, el deseo rebelde puede que sea la maternidad puertas adentro, dar la teta y preparar la comida a un marido. Algo así podría deducirse frente a ese vivir para la voz y los escenarios de la cantante María Callas, según el documental María by Callas del francés Tom Volf, que estuvo en cartel hasta hace no mucho en Madrid.

Desde algunos feminismos se dirá que, en tanto constructos culturales, las mujeres asumimos los roles asignados por el heteropatriarcado. Y seguro que no les falta razón, aunque podemos seguir dando una vueltita más de tuerca, y otra, y considerar las complejidades de cada biografía humana, que incluyen –cómo no– lo cultural dominante y heredado. A María Callas su madre la empujó a entrenarse para ser una cantante de ópera y una mujer glamourosa y famosa y ella confiesa que siempre deseó tener una familia, con hijos y un marido y cocinarles (su hobby era recortar recetas de cocina y pegarlas en un cuadernito de no-ama de casa). Aceptaba, eso sí, el destino de estrella, siempre al borde de la depresión más profunda de la incompletud; así lo expresaba ella cada vez que podía.

Nadie sabrá nunca cuánto le venía de las tripas y el corazón a la Callas, cuánto de lo que le fue impuesto y cuánto de lo que las sociedades puritanas construían como modelo de mujer-madre. Intuyo que leamos los libros de sociología o teoría de género que leamos, no hay razón teórica que explique acabadamente a cada ser humano, con sus neurosis y sus represiones e insatisfacciones, placeres y deseos… Con su goce, en el sentido psicoanalítico del término (aquello que repetimos aunque nos lastime, porque es lo que mejor sabemos hacer, incluso como razón para padecer y quejarnos).

Dos

Hubo un biopic, también hace poco en cartel, que nos induce a la reflexión sobre los moldes y modelos femeninos que las propias mujeres nos hicimos y tuvimos que deshacer. En las antípodas de la problemática de María Callas estaban las preocupaciones de la escritora Lou Andreas-Salomé, quien despreció la maternidad y rehuyó de la vida familiar para poder pensar. Quería hacer filosofía, era el siglo XIX y sabía que una mujer que se casaba empezaba a tener hijos y dejaba de poder otra cosa que no fuera atender el hogar. Lou Salomé hizo rabiar a varios pretendientes, sobre todo a Friedrich Nietzsche, que la quería de esposa, le prometía que le permitiría escribir y pensar juntos y todo lo que ella quisiera, pero Lou temía que el contrato matrimonial la condenara a depender del filósofo, como cónyuge y madre de sus hijos.

Si lo apolíneo o lo dionisíaco conducen a la sabiduría será una discusión que ambos filósofos terminarán resolviendo por separado: Nietzsche, destilando dolor y despecho, y Salomé, dándole un poco de razón a destiempo, ya en brazos del joven poeta Rainer María Rilke. Es verdad que solo atravesados y apasionadas por Eros pensamos mejor. Las tareas del hogar son otra cosa.

Tres

Dar o no la teta. La activista Beatriz Gimeno, también diputada de la Asamblea de Madrid, presentó el pasado mayo un libro polémico, Lactancia materna. Política e identidad, en el que se pregunta por qué surge una maternidad intensiva en este momento o a qué intereses sirve este modelo “biologicista” de madre que vuelve al hogar y “que mezcla ideas progresistas con elementos muy reaccionarios para el feminismo y la igualdad”, en sus propias palabras. En el debate con medio centenar de mujeres de todas las edades, y bajo el amparo teórico de Simone de Beauvoir, hubo acuerdo unánime en que el pecho como imperativo es uno de los clímax de culpabilidad en la vida de toda mujer que ha sido madre. Las exigencias y las acusaciones a las que se somete a cualquier madre reciente son episodios imborrables en nuestra vida.

La autora misma confesó que en el origen de este libro está su propia experiencia, ya que lo pasó “muy mal” cuando no pudo amamantar a su hijo, hace treinta años: “Recibí muchas presiones, tuve mala experiencia con la lactancia; yo no era feminista entonces, era muy joven y viví esa situación muy dramáticamente; me amargaron las primeras semanas de mi maternidad, que fue muy deseada”.

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En la teta se concentran todos los adjetivos ajenos, y también el trauma, de la buena o mala madre. Lícitamente suele ser la propia biografía la que nos empuja a pensar y a revolvernos contra lo muy transitado, lo dado, lo consensuado. “La lucha de las mujeres en torno a la maternidad ha sido una lucha por sobrevivir al parto, por controlar la natalidad, por disminuir el dolor… Todo eso parece haberse borrado y volvemos al parto más doloroso, más lento. En cuanto a la lactancia, la historia de la mujer es la de liberarse de la lactancia: las ricas lo hacían a través de las nodrizas (…) Por otro lado, los hombres siempre han presionado para que demos de mamar”, explicaba la autora.

Podemos estar o no de acuerdo, pero toda interpelación al canon dominante es justa: sabemos que queda mucho por reflexionar en torno a los símbolos que nos han constituido (social y biológicamente) como mujeres. La lactancia materna es tan emblemática para las propias mujeres que cuesta oír esto de que se trata de una “práctica patriarcal” o que hay que sospechar de las buenas intenciones de este movimiento femenino por el parto natural, emparentado con el ecologismo. Tampoco es fácil el consenso sobre cuánto tienen que ver estas corrientes anti-leche maternizada de farmacia (como las teorías del apego y el colecho) con la infantilización de los hijos y su nula capacidad de frustración, e incluso los problemas que estas prácticas acarrean para la pareja. En la mesa estaba la socióloga y teórica feminista Rosa Cobo, que reconoció que “no vemos aún en qué pueden beneficiar al orden económico capitalista estos movimientos pro-lactancia materna”.

A propósito, Gimeno alertó en un artículo de unos años atrás que “el feminismo tiende a ignorar la naturaleza compulsiva de la maternidad y a quitar importancia a su papel en la comprensión de la discriminación estructural e ideológica de las mujeres”. Hablaba también del “tabú que se cierne sobre cualquier discurso antimaternal dentro del feminismo” que no hace sino “evidenciar el carácter conflictivo de una cuestión que no sólo afecta a la configuración de la identidad de las mujeres sino al mantenimiento mismo del orden social en su conjunto”.

Epílogo

¿Es misión necesaria desde el feminismo la de “construir un discurso anti-maternal”, como sugieren estas teóricas, o valdría con bregar por una consciencia crítica, individual y colectiva, sin mandatos ni acusaciones? Estimular la elaboración de discursos nuevos, atrevidos, que pongan en cuestión todo lo indiscutible no quiere decir que contaremos con un manual único que prescriba la maternidad ni con un tratado abolicionista del relato evolutivo de lo maternal, la carga hormonal y el afán de cuidar. Instinto y estigma social están entrelazados en algún lugar muy profundo de nuestras biografías y nuestros ancestros femeninos.

¿Hay una sola manera de ser madre feminista o de ser una feminista no madre? El deseo de ese vínculo que crea una madre no es decible ni tarea de sororidad y puede que solo sea palpable en las tripas, cuando el hijo crece en las propias entrañas o cuando sentimos la torpeza de su paso por el canal de parto, o mucho después, años después.

Toda identidad es una trampa, pero todos los discursos críticos de esta época en ebullición son necesarios, siempre que no acaben en un nuevo dogma.

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Sobre la firma

Analía Iglesias
Colaboradora habitual en Planeta Futuro y El Viajero. Periodista y escritora argentina con dos décadas en España. Antes vivió en Alemania y en Marruecos, país que le inspiró el libro ‘Machi mushkil. Aproximaciones al destino magrebí’. Ha publicado dos ensayos en coautoría. Su primera novela es ‘Si los narcisos florecen, es revolución’.

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