Mediterráneo
La desesperación no conoce muros ni el hambre sabe de prohibiciones ni de fronteras
En mitad del Mediterráneo, esa gran fosa común de Europa, la isla de Ibiza resume todas las contradicciones del mundo actual. Mientras a pocas millas de sus costas millares de africanos arriesgan sus vidas (y muchos las pierden) tratando de alcanzar Europa, en las playas y discotecas de Ibiza resplandece en todo su esplendor la opulencia de unos privilegiados para los que los demás solo existen como satisfactores de sus caprichos y deseos. La vida es para los que se lo montan, los demás que se arreglen las suyas como Dios los dé a entender.
Mientras que en las capitales europeas algunos jefes de Gobierno, no todos, intentan ponerle parches a un problema insoluble o se pasan la patata caliente unos a otros, pues nadie quiere asumir la avalancha de hombres y de mujeres desesperados que se lanzan al Mediterráneo para huir de las guerras y el hambre de su continente, ni asumir la responsabilidad de los miles de muertos que cada año quedan en las profundidades del mítico Mare Nostrum junto con los restos de ánforas púnicas y romanas y de galeones hundidos en legendarias batallas navales, en las discotecas y playas de Ibiza, como en las de otras islas de moda entre los millonarios de todo el mundo (futbolistas, actores, estrellas de rock, empresarios con yate y avión privado), la gente baila hasta el amanecer, como en los salones de las cortes europeas hacían los reyes y la nobleza mientras la revolución se gestaba fuera de sus palacios. La desesperación no conoce muros, ni el hambre sabe de prohibiciones ni de fronteras.
En Estados Unidos, un presidente ungido por la mediocridad trata desde hace tiempo de impedir la avalancha de pordioseros que se lanzan a atravesar las fronteras del mundo rico, asustado de lo que se le viene encima. En Europa, algunos países tratan de contenerla también levantando alambradas o negándoles el permiso a atracar en sus puertos a los barcos que continuamente llegan llenos de supervivientes de las pateras hundidas o a la deriva en el intento de atravesar el Mediterráneo clandestinamente. La mayoría de los europeos, no obstante, sobre todo los más favorecidos por la fortuna (esa fortuna que empieza en el nacimiento y en qué lugar te sorprende), ha optado por no enterarse de lo que pasa a su alrededor, por divertirse mientras el cuerpo aguante, por llenar su piel de tatuajes y quemar las noches en fiestas, que ya llegará el invierno y, con él, la realidad. Fue lo que hicieron los romanos mientras su imperio se desmoronaba y el Mediterráneo se convertía en esa fosa común que no ha dejado de ser desde entonces a pesar de su apacibilidad.
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